"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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Cancionero - Francesco Petrarca

Cancionero Francesco Petrarca I Los que, en mis rimas sueltas, el sonido oís del suspirar que alimentaba al joven corazón que desvariaba cuando era otro hombre del que luego he sido; del vario estilo con que me he dolido cuando a esperanzas vanas me entregaba, si alguno de saber de amor se alaba, tanta piedad como perdón le pido. Que anduve en boca de la gente siento mucho tiempo y, así, frecuentemente me advierto avergonzado y me confundo; y que es vergüenza, y loco sentimiento, el fruto de mi amor é claramente, y breve sueño cuanto place al mundo. II Porque una hermosa en mí quiso vengarse y enmendar mil ofensas en un día, escondido el Amor su arco traía como el que espera el tiempo de ensañarse. En mi pecho, do suele cobijarse, mi virtud pecho y ojos defendía cuando el golpe mortal, donde solía mellarse cualquier dardo fue a encajarse. Pero aturdida en el primer asalto, sentí que tiempo y fuerza le faltaba para que en la ocasión pudiera armarme, o en el collado fatigoso y alto esquivar el dolor que me asaltaba, del que hoy quisiera, y no puedo, guardarme. III Fue el día en que del sol palidecieron los rayos, de su autor compadecido, cuando, hallándome yo desprevenido, vuestros ojos, señora, me prendieron. En tal tiempo, los míos no entendieron defenderse de Amor: que protegido me juzgaba; y mi pena y mi gemido principio en el común dolor tuvieron. Amor me halló del todo desarmado y abierto al corazón encontró el paso de mis ojos, del llanto puerta y barco: pero, a mi parecer, no quedó honrado hiriéndome de flecha en aquel caso y a vos, armada, no mostrando el arco. IV El que su arte infinita y providencia demostró en su admirable magisterio, que, con éste, creó el otro hemisferio y a Jove, más que a Marte, dio clemencia, vino al mundo alumbrando con su ciencia la verdad que en el libro era misterio, cambió de Pedro y Juan el ministerio y, por la red, les dio el cielo en herencia. Al nacer, no le plugo a Roma darse, sí a Judea: que, más que todo estado, exaltar la humildad le complacía; y hoy, de una aldea chica, un sol ha dado, que a Natura y al sitio hace alegrarse donde mujer tan bella ha visto el día. V Si con suspiros de llamaros trato, y al nombre que en mi pecho ha escrito Amor, de que el LAUde comienza ya el rumor del primer dulce acento me percato. Vuestra REaleza, que hallo de inmediato, redobla, en la alta empresa, mi valor; pero ¡TAte!, me grita el fin, que honor rendirle es de otros hombros peso grato. AL LAUde, así, y a REverencia, enseña la misma voz, sin más, cuando os nombramos, oh de alabanza y de respeto digna: sino que, si mortal lengua se empeña en hablar de sus siempre verdes ramos, su presunción tal vez a Apolo indigna. VI Mi loco afán está tan extraviado de seguir a la que huye tan resuelta, y de lazos de Amor ligera y suelta vuela ante mi correr desalentado, que menos me oye cuanto más airado busco hacia el buen camino la revuelta: no me vale espolearlo, o darle vuelta, que, por su índole, Amor le hace obstinado. Y cuando ya el bocado ha sacudido, yo quedo a su merced y, a mi pesar, hacia un trance de muerte me transporta: por llegar al laurel donde es cogido fruto amargo que, dándolo a probar, la llama ajena aflige y no conforta. VII Ociosas plumas, gula y somnolencia del mundo a la virtud vedan la entrada, y está casi del todo extraviada nuestra índole, que al uso reverencia; la luz del cielo extingue su influencia, por la que nuestra vida es informada, y por cosa admirable es señalada de Helicona querer fluvial fluencia. De mirto y de laurel ¿qué anhelo existe? Pobre y desnuda ve a Filosofía la turba que del vil negocio es presa. Pocos contigo irán por la otra vía: oh espíritu gentil, pues la emprendiste, magnánimo, no dejes tu alta empresa. VIII Cabe los cerros do, por vez primera, los terrenales miembros vistió un día la que despierta al que a tí nos envía y llorar le hace en forma lastimera, vida mortal, mas libre y placentera, tuvimos, como toda bestia ansía, sin temor de encontrar en nuestra vía nada que nuestro andar nos impidiera Mas del mísero estado en que nos vemos, traídas de anterior vida serena, sólo un consuelo, y el morir, tenemos: venganza del que sufre fuerza ajena y, al llevarnos así, ya en sus extremos, queda sujeto por mayor cadena. IX Cuando el planeta que las horas cuenta se alberga con el Toro nuevamente, virtud cae de la cuerna incandescente que al mundo da una nueva vestimenta; no sólo a lo que al ojo se presenta, ribera y montes, florecer consiente, que, donde el día ya nunca se siente, al humor terrenal preña y contenta, y tal fruto con otros coger cuento: así, el sol de las damas, si me hiere los rayos de sus ojos esgrimiendo, crea de amor palabra y pensamiento, mas si los rige u ocultarlos quiere, siempre sin primavera me estoy viendo. X De la esperanza nuestra gloriosa columna, y aun del gran nombre latino, al que no desvió del buen camino de Jove airado lluvia tormentosa, no aquí comedia y casa fastuosa, sino, en cambio, un abeto, un haya, un pino, entre la hierba y el alcor vecino, que, al subirlo y bajarlo, el verso glosa, al cielo hacen alzarse al intelecto; y el ruiseñor que; en sombras, dulcemente cada noche llorando se lamenta, de razones de amor llena la mente: mas tal bien trunca, y hace así imperfecto, tu persona, señor, cuando se ausenta. XI Dejar por sol o sombra vuestro velo, señora, yo no os veo, desde que en mí advertísteis el deseo que de mi alma ahuyentó todo otro anhelo. Mientras mi alto pensar tuve encubierto, que deseando dio muerte a mi mente, vi vuestro rostro de ternura ornado; mas desde que el Amor me hizo evidente, el rubio pelo lo lleváis cubierto, y el mirar amoroso ensimismado. Lo que más deseaba me es quitado: así el velo me trata, con frío y con calor, y así me mata de vuestra dulce luz nublando el cielo. XII Si del tormento áspero mi vida puede guardarse, y de los desengaños, tanto que vea en los postreros años la luz de vuestros ojos extinguida, la áurea melena en plata convertida, dejar guirnaldas y vistosos paños, y ajarse el bello rostro que, en mis daños, me hace lento el lamento y me intimida: al fin me dará Amor tanta osadía que podré de mis penas descubriros cuáles fueron el año y hora y día; y aunque la edad me impida conseguiros, que llegue al menos a la angustia mía un socorro de ya tardos suspiros. XIII Cuando, entre las demás, de mi señora viene, a veces, Amor en el semblante, cuanto en belleza va ella por delante, tanto crece el afán que me enamora. Yo bendigo el lugar, y el tiempo y hora, en que miré a una altura semejante. y digo: «Da las gracias, alma amante, por ser de tanto honor merecedora. De ella es el amoroso pensamiento que, siguiéndolo, al sumo bien te envía, teniendo en poco lo que el vulgo ansía; de ella viene la osada gallardía que te encamina al cielo, con aliento tal que, esperando, ufano ya me siento.» XIV Ojos cansados, mientras con anhelo os vuelvo al bello rostro que os dio muerte, cuidad de vuestra suerte, que Amor ya os desafía, y yo me duelo. Muerte sólo cerrar puede a mi mente el camino amoroso que le muestra de su salud el puerto deleitoso; mas os puede ocultar la lumbre vuestra causa menor, que menos cabalmente estáis hechos que mi ánimo amoroso. Antes que haya llegado al doloroso llanto, oh dolientes, la cercana hora, tomad, ya al fin, ahora a tan largo penar breve consuelo. XV Yo me vuelvo hacia atrás a cada paso, mi cuerpo exhausto apenas soportando, y de vuestro aire alivio voy tomando que le ayuda a seguir, diciendo: «¡Ay, laso!» Llamo al perdido bien y el tiempo paso, con vida corta, largo trecho andando, los pies detengo pálido y temblando y mi abatida vista en llanto arraso. Me asalta, en medio de la pena mía, tal duda: ¿cómo vive separado este cuerpo de su alma, tan lejana? Pero responde Amor: «¿Has olvidado que ésta es de los amantes regalía, libres de toda cualidad humana?» XVI Se aleja el viejecito albo y canoso del sitio en que su edad vio completada y de su familita consternada, que se queda sin padre y sin esposo; desde allí, va llevando el flanco añoso, ya de su vida en la postrer jornada, con voluntad piadosa y esforzada, quebrantado y con paso fatigoso; llega a Roma, su anhelo realizando, para mirar el rostro del que un día también allá en el cielo ver espera: así a veces, ¡ay triste!, voy buscando, hasta donde es posible, oh dueña mía, vuestra anhelada forma verdadera. XVII Llanto amargo me llueve de la cara, de suspiros entre un viento angustioso, cuando hacia vos los ojos volver oso, única que del mundo me separa. Verdad es que la mansa risa clara a mi ardiente deseo es un reposo, pues cuando atento en vos la vista poso, del fuego del martirio ella me ampara. Pero luego mi espíritu se hiela al ver cómo apartáis con gestos suaves mis fatales estrellas, cuando os dejo. Librada al fin con amorosas llaves, por seguiros, del pecho el alma vuela; y, pensativo, asaz de ella me alejo. XVIII Cuando estoy todo vuelto a aquella parte do la faz de mi dama emana lumbre, y hay en mi pensamiento tanta lumbre que me quema y derrite parte a parte, temo a mi corazón, por si se parte, y cerca el final veo de mi lumbre; me voy igual que un ciego, ya sin lumbre, que a dónde va no sabe, pero parte. De esta manera escapo de ser muerto, mas sin huir tan presto que al deseo no me lleve conmigo, como suelo. Callado voy, pues el lenguaje muerto a otros llorar haría, y yo deseo que el llanto mío caiga solo al suelo. XIX Existen animales de tan fiera vista que del sol mismo se defiende; otros, a los que intensa luz ofende, tan sólo por la noche salen fuera; y otros, cuyo deseo loco espera gozar tal vez del fuego, porque esplende, su otra propiedad prueban, la que enciende: la mía es, ay de mí; la última hilera. No soy tan fuerte que la luz resista de esta mujer, y no en los tenebrosos lugares me protejo, ni en la tarde: mas, con ojos enfermos y llorosos, mirarla es mi destino y mi conquista; y sé muy bien que voy tras lo que me arde. XX Me suele avergonzar que no esté siendo por mí vuestra belleza puesta en rima, pues que a ninguna más tuve en estima desde que os vi por vez primera entiendo. Mas que excede a mis fuerzas estoy viendo obra que no sabrá pulir mi lima: y por ello el ingenio que se estima, helado, al laborar, se está sintiendo. Abrí los labios, mas la voz no pudo de mi pecho arrancar ningún acento, ¿pues qué voz ascender puede tan alto? Me puse a escribir versos a menudo, mas la pluma, la mano y el talento fueron vencidos al primer asalto. XXI Mil veces, por tener, dulce guerrera, con vuestros ojos paz, os he ofrecido el corazón; mas no os ha complacido, pues no mira tan bajo una altanera. Y si algo de él otra mujer espera, en débil esperanza ha consentido: desdeño lo que vos no habéis querido, y mío no será como antes era. Mas si no le ayudáis, si lo espantase, en su exilio infeliz, pues no sabría solo estar, ni acudir si otra le llama, puede que el curso natural no hallase: y grave culpa de los dos sería, y mucho más de vos, pues mucho os ama. XXII Para todo animal que anida en tierra, salvo algunos que tienen odio al sol, tiempo es de trabajar mientras hay día; mas cuando el cielo enciende sus estrellas, cual torna a casa, cual se va a la selva a descansar hasta que llega el alba. Yo, desde que comienza, bella, el alba a remover las sombras de la tierra, despertando a las bestias de la selva, no gozo treguas suspirando al sol; luego, al ver llamear a las estrellas, llorando voy, y deseando el día. Cuando la noche ahuyenta al claro día, y lo que es mi tiniebla es de otro el alba, pienso en la crueldad de las estrellas que me han formado de sensible tierra; y al día yo maldigo en que vi el sol, que me da aspecto de hijo de la selva. No creo que paciese nunca en selva ser tan feroz, de noche ni de día, cual la que en sombras lloro y bajo el sol; no el primer sueño cánsame, o el alba: que, aunque sea mortal cuerpo de tierra, viene mi firme amor de las estrellas. Antes que vuelva a vos, claras estrellas, o dé en el suelo en la amorosa selva, dejando al cuerpo hacerse polvo y tierra, ¡viese en ella piedad!, que en sólo un día puede enmendar mil años y, hasta el alba, enriquecerme tras caer el sol. ¡Si la tuviera, tras marcharse el sol, y tan sólo nos viesen las estrellas, sólo una noche, y no llegase el alba; y no se transformase en verde selva por salir de mis brazos, como el día que Apolo la seguía aquí en la tierra! Mas yo estaré so tierra en seca selva y al día llenarán chicas estrellas antes que a tan dulce alba llegue el sol. XXIII Del dulce tiempo de la edad primera, que vio nacer y todavía en hierba al fiero afán para mi mal crecido, pues cantando el dolor se desacerba, cantaré cómo libre entonces era, hasta que Amor mi albergue no ha sufrido. Luego diré de cómo le ha ofendido en demasía, y cómo el resultado es que sirvo de ejemplo a mucha gente; aunque esté mi inclemente estrago escrito, y haya fatigado mil plumas: que en el valle y la ribera el grave son de mis suspiros suena dando fe al mundo de mi vida triste. Y si aquí la memoria no me asiste, como suele, discúlpela mi pena, y un pensamiento que de tal manera la angustia, que alejarse hace a cualquiera y me fuerza a olvidarme: pues procura lo de dentro, y me deja la envoltura Digo que desde que, ay, por vez primera me asaltó Amor, los años ya pasados el juvenil aspecto me cambiaban; y el corazón, envuelto en mis helados pensamientos, de duro esmalte era y mis afectos ya no se ablandaban. Las lágrimas mi pecho aún no bañaban ni rompían mi sueño, y yo creía portento en otros lo por mí omitido. ¡Ay del que soy, y he sido! La vida elogia el fin, la noche al día. Que viendo aquel cruel que la potencia del golpe de su flecha solamente mis ropas traspasaba, aun siendo aguda, a una fuerte mujer llamó en su ayuda, y desde entonces se mostró impotente ingenio o fuerza, o el pedir clemencia; y los dos transmutaron mi existencia, haciendo de hombre vivo laurel verde que en la fría estación hojas no pierde. ¡Cómo quedéme, al darme cuenta un día de que se transmutaba mi persona, y mi cabello era la fronda donde esperaba coger yo su corona! Que los pies con que andaba y me movía, pues cada miembro al alma le responde, raíz se hicieron que la riba esconde no del Peneo, si de un río más fiero; y hechos ramas mis brazos vi al momento. No menos pasmo siento de blanca pluma al verme por entero cubierto, y ver ya muerto y fulminado mi esperar, que demás se remontaba. Pues por no saber yo dónde ni cuándo lo volvería a encontrar, solo y llorando donde me lo quitaron siempre andaba buscando por las aguas, y a su lado; y ya mi lengua nunca ha silenciado, mientras podía, su caída dura: y el son me dio del cisne la blancura. Por la amada ribera anduve tanto que, si quería hablar, siempre cantaba, con desusada voz merced pidiendo; y nunca con dulzura tal templaba ni hacer oía mi amoroso llanto, del rigor mansedumbre requiriendo. ¿Cuál fue el sentir, si al recordar me enciendo? Mas no es mucho decir, que lo que queda por contar de mi dulce agria enemiga es preciso que diga, aunque sea tal que a todo hablar exceda. Esta, que almas robar con la mirada suele, mi corazón tomó en su mano, diciéndome: «No digas nada de esto.» La vi después y, siendo otro su gesto, no la reconocí y, oh juicio humano, le dijo la verdad mi alma asustada y, al punto, su figura acostumbrada recuperando, me dejó, ¡ay, cautivo!, vuelto guijarro temeroso y vivo. Tan, turbada me hablaba aquella hermosa que yo temblaba dentro de la piedra, oyendo: «¿Y si no soy quien has creído?» Yo me decía: «Si esta me despiedra, ninguna vida juzgaré enojosa; dame, oh Señor, el llanto que he tenido.» Cómo no sé: mas luego me he movido, culpándome a mí mismo solamente, porque entre vivo y muerto estaba absorto. Mas, como el tiempo es corto, no la pluma seguir puede a la mente y, aunque escritas en ella, preteridas mil cosas dejo, y de otras sigo hablando que al que escuche le harán maravillarse. Al corazón la muerte fue a enroscarse y no pude librarlo ni callando, o acorrer las virtudes afligidas. Las vivas voces viendo prohibidas, en tinta y en papel mi grito muestro: ¡No soy mío, y, si muero, el daño es vuestro Ante sus ojos, digno yo creía haberme hecho, de indigno que antes era, y esta esperanza hacíame atrevido: mas del desdén ciega humildad la hoguera o bien la enciende; y esto lo sabía tras estar de tinieblas revestido: que al rogarle, mi luz se había ido. Y como alrededor yo no encontraba sombra suya, ni huella de su paso, como quien duerme al raso, sobre la hierba un día descansaba. Al rayo fugitivo allí acusando, muy tristemente comencé a dolerme y a su gusto dejé correr al llanto; nunca el sol derritió de nieve el manto como yo me sentía disolverme y convertirme en fuente al pie de un pino: mucho tiempo tuve húmedo el camino. ¿Quién vio que un hombre fuente se volviera? Y lo que digo es cosa verdadera. El alma a la que Dios gentil ha hecho, pues otros no dispensan esta gracia, semejante a su autor el temple tiene: de perdonar, por ello, no se sacia a quien, con humildad y amante pecho, tras ofenderla, por mercedes viene. Y si contra su estilo ella sostiene que ha de ser muy rogada, en El se espeja, que es porque el miedo de pecar aumente: que no bien se arrepiente de un pecado quien otro ya apareja. Desde que mi señora, conmovida, al dignarse mirarme, vio cómo era mi castigo parejo a mi pecado, benigna me volvió al primer estado. Mas de este mundo nada el sabio espera: nervios y huesos, siendo requerida, me volvió piedra dura; y desunida del peso antiguo voz fui que llamaba a la Muerte, y que sólo a ella nombraba. Alma errante (me acuerdo) y dolorida, por extrañas cavernas apartadas mucho lloré mi ardor intemperante, pero al fin vi mis penas acabadas y a mis miembros terrestres me vi unida para un dolor sentir más lacerante. Mi deseo llevé tan adelante que de caza una vez, como solía, me fui, y aquella fiera hermosa y cruda vi que estaba, desnuda, en una fuente, cuando más ardía el sol. Y, como de otra no me pago, a mirarla me puse y, vergonzosa, por esconderse o por venganza rara, con sus manos echóme agua a la cara. Digo (y no es mi palabra mentirosa) que arrancarme sentí mi propia imago y solitario ciervo, que ahora vago de selva en selva, pronto me volvía; y huyendo sigo aún de mi jauría. Canción, yo nunca he sido nube de oro que hecha preciosa lluvia cayó un día, tal que amenguó de Júpiter la hoguera; pues llama que encendió un mirar yo era y el pájaro que más alto subía, alzando a aquella que en mi canto honoro: por nueva faz nunca dejé al que adoro primer laurel, que hasta su sombra grata, si es menos bello, a todo placer mata. XXIV Si aquella fronda que los golpes para del cielo, cuando truena Jove airado, no la corona hubiérame negado que en premio a los poetas se depara, a vuestras diosas algo más amara, a las que el siglo vil ha abandonado; pero tamaña injuria me ha apartado de la que las olivas inventara que no hierve la arena en Etiopía como ardo yo, bajo su sol ardiente, porque he perdido lo que más quería. Buscad un manantial, ay, más tranquilo, porque ningún licor mana mi fuente, salvo aquel que llorando yo destilo. XXV Amor lloraba, y yo con él gemía, del cual mis pasos nunca andan lejanos, viendo, por los efectos inhumanos, que vuestra alma sus nudos deshacía. Ahora que al buen camino Dios os guía, con fervor alzo al cielo mis dos manos y doy gracias al ver que los humanos ruegos justos escucha, y gracia envía. Y si, tornando a la amorosa vida, por alejaros del deseo hermoso, foso o lomas halláis en el sendero, es para demostrar que es espinoso, y que es alpestre y dura la subida que conduce hacia el bien más verdadero. XXVI Más alegre que yo no toma tierra nave que por las olas fue vencida, cuando se ve a la gente conmovida hincarse de rodillas en la tierra; ni más alegre, al verse libre, yerra quien la soga a su cuello vio ceñida, que yo, viendo la espada desceñida que movió a mi señor tan larga guerra. Y cuantos al Amor loáis en rima al que tejió de amor dichos selectos, si antes se equivocó, mostradle estima: que el reino goza más de los electos por uno convertido, y más se estima, que por noventa y nueve ya perfectos. XXVII El sucesor de Carlos, que la coma con la antigua corona ya ornamenta, se arma para romper la cornamenta De Babilonia y quien su nombre toma Al vicario de Cristo el peso doma de manto y llaves, e ir al nido intenta, y, si no le desvían, llegar cuenta, tras ver Bolonia, hasta la noble Roma Vence vuestra gentil noble cordera fieros lobos: y así sea tratada gente que amor legal desempareja. Por tanto, consolad a la que espera, y a Roma, que del cónyuge se queja; y por Jesús ceñíos ya la espada. XXVIII Oh esperada en el cielo, alma ferviente y bella, que del cuerpo vas vestida, no, como las demás, con él cargada: para hacerte más suave la subida, predilecta de Dios, sierva obediente, que lleva de su reino hasta la entrada, mira otra vez tu barca aparejada, vuelta su espalda al mundo ciego y duro, para ir a mejor puerto, de un viento occidental camino cierto; el cual, por medio de este valle oscuro, do lloramos el nuestro y otro entuerto, la llevará, de antiguos lazos suelta, por camino seguro, al puro oriente hacia el que se halla vuelta. Tal vez los amorosos ruegos santos y el santo sollozar de los mortales hayan llegado a la piedad superna; y no han sido, tal vez, tantos ni tales, ni sus méritos fueron nunca tantos, que a ellos cediera la justicia eterna; pero el benigno que al cielo gobierna al lugar donde fue crucificado su gracia envía, y mira, y al nuevo Carlos en el pecho inspira venganza, que nos daña al demorarla, por la que Europa hace años que suspira, y que es socorro de su amante esposa, tal que, con anunciarla, inquieta a Babilonia temerosa. Todo el que mora del Garona al monte y entre el Ródano, el Rin y el mar salado, las enseñas cristianas acompaña; y el que esté de la fama enamorado, del Pirineo al último horizonte, despoblará, con Aragón, a España; de Inglaterra y las ínsulas que baña, del Carro a Calpe, el Oceano ingente, hasta do se pregona la ciencia del santísimo Helicona, entre distintas armas, lengua y gente, tan alta empresa caridad abona. ¿Cuándo él amor al hijo y a la esposa fueron tan justamente tratados de manera desdeñosa? Una parte del mundo siempre yace entre los hielos y la helada nieve, del camino del sol muy alejada; y, bajo el día nebuloso y breve, odiando ya la paz, en ella nace gente feroz a quien morir no enfada; y si, con devoción no acostumbrada y tudesco furor, la espada ciñe, la mahometana gente y la que es a los dioses obediente de acá del mar que rojo color tiñe, tú debes ver si acaso es excelente pueblo desnudo, temeroso y lento, que con hierro no riñe, pues sus golpes confía siempre al viento. De retirar el cuello el tiempo viene del yugo antiguo, y de rasgar el velo con que se oscureció nuestra mirada; y de que el noble ingenio que del cielo, por gracia del eterno Apolo tiene, muestre, y que su elocuencia sea mostrada con la lengua o con tinta celebrada: que, si de Orfeo y de Anfión leyendo, tu alma no se sorprende, ver a Italia y sus hijos más se entiende, que, de tu claro hablar el son oyendo, despierta y por Jesús la lanza prende; pues si la antigua madre ve lo cierto, nunca tuvo, riñendo, mayor razón ni más gentil acierto. Tú, que el papel antiguo y el moderno viste, para un tesoro así ganarte y al cielo con tu cuerpo has ascendido, sabes bien, desde el vástago de Marte al grande Augusto que del lauro eterno, tres veces triunfador, se vio ceñido, cómo Roma su sangre ya ha vertido saliendo de los otros en defensa: ¿por qué ahora no sería, no generosa, sí obligada y pía, al vindicar la despiadada ofensa al hijo glorioso de María? ¿Qué, entonces, de la humana ayuda espera la adversa parte, o piensa, sí Cristo se halla en la contraria hilera? Mira el osar de Jerjes temerario, que ultrajó, por llegar a nuestros lidos, con nuevos puentes la extensión marina; y verás cómo, muertos sus maridos, visten las persas negro funerario, y enrojecido el mar de Salamina Y no sólo esta miserable ruina de aquel infeliz pueblo del Oriente te promete victoria, mas Maratón, do se cubrió de gloria quien, león, lo guardó con poca gente, y otras mil que conoces por la historia: que humillar ante Dios mucho conviene la rodilla y la mente, pues destinado a tanto bien te tiene. Verás Italia y la honorable orilla, canción, que a mí me oculta en la contienda, no mar, monte o corriente, más sólo Amor, que con su luz valiente más me enamora porque más me encienda, que ante el uso Natura es impotente sin perder a las otras, vete ahora, que no sólo do hay venda se alberga Amor, por quien se ríe y llora. XXIX Rojo, oscuro o violáceo ornamento nunca dama ha vestido, ni en rubia trenza el oro retorcía, tan hermosa como esta que ha robado mi arbitrio, y con la cual de libertad pierdo el camino; y no voy sosteniendo carga menos pesada. Y si a veces dispónese al lamento mi alma, que no ha tenido consejo, y su martirio la extravía; su vista, del deseo desenfrenado la frena, y de la loca actividad libra al pecho; y suaviza estarla viendo el desdén de la amada. De cuanto fue de amor mi sufrimiento, y lo que aún no he sufrido, hasta que al pecho cure quien mordía sin piedad, que aún lo tiene enamorado, venganza habré; si no, contra Humildad, Orgullo e Ira, el paso interrumpiendo, dejan la llave echada. La hora y día en que al blanco y negro, atento, la vista he dirigido, que me expulsó de donde Amor corría, nueva raíz de este vivir cuitado fueron -y la que admira a nuestra edady es plomo o leño quien lo está advirtiendo con alma no espantada. Lágrima que derrama el sentimiento, por las que el dolorido lado izquierdo me bañan, que sufría antes las flechas, no al querer ha ahogado, que la sentencia cae con equidad: y es justo que ella, que la está afligiendo lave al alma llagada. Se me ha vuelto discorde el pensamiento: cual yo cansada, ha habido quien la adorada espada a sí volvía; no a ella le pido verme liberado: que al cielo el más derecho es, en verdad, su camino, y para él no estoy queriendo nave más aviada. Suaves estrellas, acompañamiento de aquel seno elegido cuando al mundo el buen parto descendía, que aquí es estrella, y verde ha conservado, como hoja en el laurel, la honestidad, do no. cae rayo y ser no esté temiendo por el viento alterada. De elogiarla en sus versos, el intento sé que desfallecido al más digno poeta dejaría: ¿tiene el recuerdo un sitio que adecuado sea a tanta virtud, tanta beldad, y valor que en sus ojos voy leyendo, del pecho llave amada No hay, dama, para Amor, so el sol luciendo prenda más adorada. XXX A una joven bajo un verde laurel Vi más blanca y más fría que la nieve que no golpea el sol por años y años; y su voz, faz hermosa y los cabellos tanto amo que ahora van ante mis ojos, y siempre irán, por montes o en la riba. Irán mis pensamientos a la riba cuando no dé hojas verde el laurel; quieto mi corazón, secos los ojos, verán helarse al fuego, arder la nieve: porque no tengo yo tantos cabellos cuantos por ese día aguardara años. Mas porque el tiempo vuela, huyen los años y en un punto a la muerte el hombre arriba, ya oscuros o ya blancos los cabellos, la sombra ha de seguir de aquel laurel por el ardiente sol y por la nieve, hasta el día en que al fin cierre estos ojos. No se vieron jamás tan bellos ojos, en nuestra edad o en los primeros años, que me derritan como el sol la nieve: y así un río de llanto va a la riba que Amor conduce hasta el cruel laurel de ramas de diamante, áureos cabellos. Temo cambiar de faz y de cabellos sin que me muestre con piedad los ojos el ídolo esculpido en tal laurel: Que, si al contar no yerro, hace siete años que suspirando voy de riba en riba, noche y día, al calor y con la nieve. Mas fuego dentro, y fuera blanca nieve, pensando igual, mudados los cabellos, llorando iré yo siempre a cada riba por que tal vez piedad muestren los ojos de alguien que nazca dentro de mil años; si aún vive, cultivado, este laurel. A oro y topacio al sul sobre la nieve vencen blondos cabellos, y los ojos que apresuran mis años a la riba. XXXI Esta ánima gentil que ahora parte, llamada antes de tiempo a la otra vida, si arriba es cuanto debe agradecida, tendrá del cielo la más santa parte. Si queda entre la tercia luz y Marte, la luz del sol será descolorida: por verla será de almas circuída su belleza que excede a todo arte. Si se posara bajo el cuarto nido, ninguna de las tres sería tan bella, todo el renombre en ella reunido; no habitaría el quinto giro ella; y si vuela más alto, sé vencido con Jove al resplandor de cada estrella. XXXII Cuanto más me avecino al postrer día, que a la humana miseria hace más breve, más veo al tiempo andar veloz y leve, y a mi esperanza en él falsa y vacía. Poco andaremos -digo al alma mía de amor hablando, mientras grave lleve el peso terrenal que, como nieve se funde; que a la paz así nos guía: porque con él caerá aquella esperanza que me hizo devanear tan largamente, y la risa y el llanto, y miedo e ira; veremos claro que frecuentemente lo que es dudoso es otro quien lo alcanza y que, a menudo, en vano se suspira. XXXIII Ya la amorosa estrella llameaba por Oriente, y la otra, que celosa a Juno pone, bella y luminosa, por Septentrión sus rayos carreteaba; descaIza aún, la viejecita hilaba, tras atizar las brasas, hacendosa; y a los amantes era la hora odiosa, pues a menudo al llanto los llamaba, cuando a mi corazón, casi muriendo, mi esperanza llegó, no por la vía que había el sueño y el dolor cerrado; ¡qué cambiada, ay de mi, yo la veía! Y parecía decir: .¿Qué estás temiendo? Ver estos ojos aún no te es vedado.» XXXIV Apolo, si el deseo ha perdurado que te inflamaba en la tesalia onda, y si a la amada cabellera blonda, tras tantos años, no la has olvidado, del perezoso hielo y tiempo airado, que durará mientras tu faz se esconda, defiende a la honorable y sacra fronda en que, después que tú, yo me he enredado; y por virtud de la esperanza amante que te hizo soportar la vida acerba, bórrale al aire los nubosos trazos; y admirados veremos al instante a nuestra dama estar sobre la hierba y hacerse sombra con sus propios brazos. XXXV Voy midiendo -abstraído, el paso tardo-, los campos más desiertos, lentamente; por si he de huir, mi vista es diligente: que ante una huella humana me acobardo. ' No sé hallar más defensa ni resguardo del claro darse cuenta de la gente, porque en el comportarme tristemente desde fuera se ve que por dentro ardo: tanto, que creo ya que monte y río, ribera y selva saben el talante de mi vida, pues no hay otro testigo. Mas camino tan áspero y bravío no hallo en que Amor no sea mi acompañante: yo con él razonando, y él conmigo. XXXVI Si muriendo creyera ser librado del pensar amoroso que me aterra, con mis manos ya habría puesto en tierra aquel peso y mi cuerpo tan odiado; mas temiendo a tal paso ser llevado de llanto en llanto, y de una en otra guerra, aún del lado de acá, pues se me cierra, medio me quedo, y casi lo he pasado. Ya es hora de que hubiera despedido la última flecha la inhumana cuerda en otra sangre ya barcada y tinta; y a aquella sorda, y al Amor, lo pido: que ella con su color la faz me pinta y de llamarme a si nunca se acuerda. XXXVII Tan débil es el hilo al que confío mi fastidiosa vida que, si no es socorrida, pronto verá su ruta terminada: porque después de mi cruel partida de aquel dulce bien mío, de una esperanza fío que me mantiene vivo en la jornada, diciendo: «Aunque privada sea de la amada vista, la triste alma resista; ¿quién sabe si mejor tiempo le espera, y edad más lisonjera, o si el perdido bien se reconquista?. Esta esperanza me sostuvo un día y, al menguar, me entretiene en demasía. El tiempo pasa, y quiere que me apronte para el viaje inminente, y espacio suficiente no hallo para pensar en la partida: de sol apunta un rayo por Oriente y, al punto, al otro monte del opuesto horizonte ves que llega por larga vía torcida. Es tan corta la vida, tanto el cuerpo flaquea de la humana ralea, que cuando ya me veo separado del bello rostro amado, y el deseo no vuela, y aletea, del consuelo usual poco subsiste, ni sé si durará mi vida triste. Todo lugar me aflige en que no veo los bellos ojos suaves que tenían las llaves del pensamiento, mientras Dios quería; y porque mis retiros sean más graves, si duermo o me meneo, ya nada más deseo, pues me enfadó lo que después veía. Cuánta montaña umbría, cuánto mar, y corriente, me esconden su luciente mirada, que el cenit esplendoroso me volvió tenebroso, para que al recordar más me impaciente, y cuánto era mi vida jubilosa me enseñe la presente, tan odiosa. ¡Triste!, si razonando yo renuevo aquel deseo ardiente que me nació en la mente cuando a mi mejor parte di de lado, y si amor del olvido cruzó el puente, ¿quién me conduce al cebo y a un mayor dolor nuevo? ¿Y por qué antes no callo, ya empiedrado? Nunca el vidrio ha mostrado, ciertamente, por fuera el color que cubriera igual que el alma desolada muestra, clara, la pena nuestra, y aún más del pecho la dulzura fiera, por los ojos que, el llanto deseando, siempre quien se lo apague están buscando. ¡Raro placer, que así al ingenio humano frecuentemente lleva a querer cosa nueva que más suspiros a acoger invita! Y uno soy yo que al llanto ama y aprueba; y de sutil me ufano porque lloro y me afano y el corazón con más dolor palpita; y, como a ello me incita de una bella mirada el razonar, y nada tanta emoción me hace sentir adentro, suelo correr, y entro, dónde la pena sea más extremada, y a ojos y corazón castigo ofenda, que de amor me guiaron por la senda. Las trenzas de oro de que el sol se siente tal vez de envidia lleno, y ese mirar sereno donde el fuego de Amor está encendido, por los que antes de tiempo muero y peno, y el razonar prudente, en el mundo infrecuente, que, como don gentil, míos ya han sido, se me quitan, y olvido más cuanto pueda herirme que privado sentirme de ese saludo angelical magnánimo que despertaba en mi ánimo la virtud, y me hacía consumirme: y así cosa ninguna ya no espero que no me induzca al llanto lastimero. Y, para que llorar más me contente, esas manos sutiles y los brazos gentiles, y ese proceder suave y altanero, y el humilde desdén, y juveniles senos, y el pecho ardiente, torre de su alta mente, me cela este lugar alpestre y fiero; y ya no sé si espero ver vivo a mi señora, puesto que, hora tras hora, se yergue la esperanza y no se afirma, y al caer me confirma que no he de ver a la que el cielo honora, do Honestidad se alberga, y Cortesía, y donde ver mi albergue yo querría. Canción, si el dulce sitio de nuestra dama ves, bien creo yo que crees que ella te tenderá la mano bella, que yo estoy lejos de ella. No la toques; sumisa y a sus pies, dile que en cuanto pueda iré sin duda, con carne y huesos o alma ya desnuda. XXXVIII Orso, nunca hubo estero ni corriente, sombra de rama o muro, o de collado, niebla, que es lluvia o cielo encapotado, mar, ni río que a él vuelva hecho afluente, ni impedimento del que me lamente, de nuestra vista obstáculo extremado, como el velo que oculta el rostro amado, y parece que diga: «Llora y siente.» Y de ese inclinar de ojos, que el contento me quita, por orgullo o por recato, por el que moriré antes de la cuenta, y de una blanca mano, siempre atenta a provocar mi angustia, me lamento, que un escollo es, si de mirarla trato. XXXIX Tanto de ese mirar temo el asalto en que Amor, con mi muerte, se aposenta, que huyo cual niño al que la vara ahuyenta, y hace tiempo que he dado el primer salto. En adelante, fatigoso o alto lugar no habrá que yo ambición no sienta de escalar, evitando a la que intenta hacerme esmalte de sentidos falto. Luego si en ir a veros he tardado, por no acercarme a la que me destruye, no indisculpable fallo tal vez fuera. Digo más, que el volver aquel que huye, y el corazón del miedo haber librado, de mi fe han sido prueba, y no ligera. XL Si Amor o Muerte no hacen al tejido que estoy urdiendo nada de dañoso, y si me desenvuelvo en lo viscoso, y lo hago de verdades bien tupido, en nuevo estilo, con el viejo unido, quizás logre un trabajo artificioso, del que -con aprensión decirlo oso hasta en Roma podrás oir el ruido. Mas si, para acabar la obra luego, un poco de hilo santo me es preciso de aquel que le sobró a mi padre amado, ¿por qué a abrirme la mano eres remiso, contra costumbre? Abrela ya, te ruego, y verás cuán bello es el resultado. XLI Cuando del propio sitio se está yendo el árbol que amó Febo en cuerpo humano, suspira y suda en su obrador Vulcano, a Júpiter de dardos proveyendo: el cual nieva, o tronando está y lloviendo, sin honorar a César más que a Jano; llora el mundo, y el sol se halla lejano, en otra parte a su adorada viendo. Cobra entonces valor Saturno y Marte, crueles estrellas; y Orión armado timón y velas al marino parte; a Neptuno y a Juno, Eolo turbado hace sentirse, igual que a mí, si parte el rostro en las alturas esperado. XLII Mas cuando el sonreír humilde y llano ya más no esconde su belleza rara, sería esfuerzo vano que forjara aquel antiguo herrero siciliano: que armas no tiene ya Jove en la mano, de las que en Mongibelo le templara, y su hermana es de nuevo bella y clara de Apolo en la mirada, mano a mano. La costa occidental un aura ha alzado que hace seguro el navegar sin arte, y a los prados de flores ha vestido; y cuanta estrella es enojosa parte, porque la ahuyenta el rostro enamorado, por el que tanto llanto se ha vertido. XLIII Por vez novena, el hijo de Latona desde el balcón miraba soberano, por la que había suspirado en vano, que hoy de otro los suspiros emociona. Ya que, cansado de alumbrar la zona, no halló su albergue, próximo o lejano, se nos mostró lo mismo que hombre insano, que no halla a una amadísima persona. Y se quedó -tan triste estaba- aparte, y volver no vio al rostro que alabado será en papeles mil, si yo no muero; y la piedad lo había ya cambiado, y los ojos lo habían bañado en parte: mas el aire siguió como primero. XLIV El que, en Tesalia, mano diligente tuvo, y de civil sangre la manchaba, la muerte de su yerno lamentaba, viendo la faz sabida ante él presente; y el pastor que a Goliat rompió la frente, por su indócil familia sollozaba, y sobre el buen Saúl la faz cambiaba, de lo que el fiero monte se resiente. Mas vos, a quien piedad no descolora, y que siempre oponéis defensas fuertes contra el arco de Amor, que en vano tira, me habéis visto vejado por mil muertes: y no han vertido llanto hasta esta hora vuestros ojos, si no ha sido de ira. XLV Mi antagonista, en el que ver soléis los ojos que el Amor, y el cielo, honora, con belleza no suya os enamora: que excede a la mortal la que tenéis. Del dulce albergue mío vos me habéis echado, por consejo de él, señora: mísero exilio, aunque creyera ahora no ser digno de estar do sola estéis. Mas si allí fuertemente fui clavado, nunca el espejo contra mí debía hacerss, complaciéndoos, tan superba. Sea por vos Narciso recordado, que al mismo fin lleva una y otra vía, sin que os merezca, vuelta flor, la hierba. XLVI El oro y perlas y el floral tocado que ajar debió el invierno riguroso, son púas cuyo extremo ponzoñoso se me clava en el pecho y el costado. De mis días será el curso truncado, Que un gran dolor no suele hacerse añoso; y al homicida espejo culpar no oso: que, al miraros a vos, le habéis cansado. Este impuso silencio al clamoreo de mi señor, cuando por mí pedía, viendo en vos terminar vuestro deseo; fue fabricado sobre el agua umbría del abismo, y bañado en el Leteo, donde empezó a nacer la muerte mía. XLVII Desfallecer sentía yo en mi seno la virtud que de vos recibe vida; y porque naturalmente se cuida contra la muerte todo ser terreno, largué rienda al deseo, al que hoy refreno, y por la senda fue casi perdida: porque a ella noche y día me convida, aunque a otra, en contra suya, lo condeno. Y me condujo, lento y vergonzoso, a ver los bellos ojos, que no veo cuanto quiero, por no serles gravoso. Que viviré algo más es lo que creo, gracias a ese mirar tan luminoso; y moriré, si no atiendo al deseo. XLVIII Si el fuego con el fuego no perece ni hay río al que la lluvia haya secado, pues lo igual por lo igual es ayudado, y a menudo un contrario al otro acrece, Amor -que un alma en dos cuerpos guarece-, si has siempre nuestras mentes gobernado, ¿qué haces tú que, de moda desusado, con más querer, así el de ella decrece? Tal vez igual que el Nilo que, cayendo desde muy alto, su contorno atruena, o cual sol que, al mirarlo, está ofuscando, el deseo que consigo no consuena, en su objeto extremado va cediendo y, al espolear demás, se va frenando. XLIX Aunque te haya guardado de mentira y en cuanto puedo te haya enaltecido, ingrata lengua, nunca me has rendido honor, y me has pagado con tu ira: que, cuando por mercedes más suspira mi corazón, si ayuda te he pedido, fría, un discurso errado has proferido semejante al que el sueño nos inspira. Lágrimas tristes, vos me acompañáis por la noche, aunque estar solo quisiera, y luego huís donde mi paz se halla; y vos, que angustia y pena me causáis, suspiros, quebrantados salís fuera: sólo mi faz del corazón no calla. L Cuando el cielo más rápido se inclina hacia Occidente, y nuestro día vuela donde otra gente ya lo está esperando, sola, y cansada ya, la viejezuela que en un país lejano peregrina, más se apresura, el paso redoblando, y, tan solita estando al fin de la jornada, quizás es consolada por un breve reposo, en el que olvida el tedio de la vía recorrida. Mas, ay de mí, cuanto dolor me aqueja de día, más la herida me encona, si la eterna luz nos deja. Apenas vuelve el sol las inflamadas ruedas, llega la noche y se descuelga la sombra de la sierra y, como aumenta, el labrador avaro el arma cuelga y, para ver sus penas ahuyentadas, con sus alpestres notas se contenta; y a la mesa se sienta, con tan pobre comida como la preterida de bellotas, que todo el mundo honora. Mas quien quiera se alegre en buena hora, que una alegre, ni aun quieta, no he tenido hasta ahora, ni por giro de cielo ni planeta. Cuando el pastor al gran planeta observa y ve a su luz bajar hacia su nido y oscurecer las tierras del Oriente, coge el cayado, tras haberse erguido, dejando hayas y fuentes, y la hierba, y a su ejército mueve lentamente; y lejos de la gente la choza o la espelunca con verde fronda enjunca y, sin tristezas, pronto está soñando. ¡Ay, cruel Amor!, por ti, entonces, buscando voy a la fiera que mi paz destruye, sus huellas rastreando: y a ésa no la atas, que se amaga y huye. Y los marinos en alguna rada echan sus miembros, cuando el sol se ha ido, bajo la áspera manta, en duro lecho. Pero yo, aunque en las olas se haya hundido, y deje a espaldas suyas a Granada, y a España y a Marruecos y al Estrecho, y todo humano pecho, y mundo y animales, descanse de sus males, me obstino siempre y no me desengaño, y cada día ve aumentar el daño: y en afán voy creciendo al acercarme, ay, al décimo año, y no acierto quién de él pueda librarme. Y, porque con hablar me he desahogado, veo esta tarde bueyes desuncidos que vuelven de la tierra labrantía: ¿por qué no se me quitan los gemidos, cuando sea, ni el yugo me es quitado? ¿por qué lloran mis ojos noche y día? Ay de mí, ¿qué quería cuando tan fijamente miré su faz riente para esculpirla, imaginando, en parte de la que nunca, con violencia ni arte, será movida, hasta que yo sea presa de quien todo lo parte Y aún no sé lo que puedo creer de ésa. Canción, si todo el día estarme acompañando te ha hecho ya de mi bando, que a todos no te muestres yo te ruego, ni al ajeno loor tengas apego: que asaz te hará pensar de cerro en cerro cómo me acaba el fuego de este pedernal vivo al que me aferro. LI Poco a mis ojos de acercarse habría la luz que los deslumbra aunque alejada, que, cual la vio Tesalia transformada, tal se cambiara cada forma mía. Y aunque más volverme ella no podría que vuelto estoy (y no me vale nada), de la piedra más dura que es tallada mi imagen pensativa ya sería, o del mármol más bello, o de diamante, blanco de miedo aquél, o de un diáspero, que tanto al vulgo avaro le apetece; y libre me vería del yugo áspero por el que envidio al viejo y laso amante cuya espalda a Marruecos oscurece. LII No a su amante Diana más placía cuando, en parejo trance, su mirada desnuda la encontró en el agua fría, que a mí la pastorcilla despiadada, mientras lavaba su gracioso velo, que el rubio pelo esconda a la ventada: tanto, que me hizo, cuando ardía el cielo, sentir temblores su amoroso hielo. LIII Alma gentil que aquellos miembros riges en que, peregrinando, halla morada un señor sabio y lleno de coraje, pues alcanzaste aquella vara honrada con que a Roma y sus crímenes corriges, y la encaminas a su antiguo viaje, a ti te hablo, que no hay quien te aventaje en virtud, que en el mundo ya no cuenta, ni se avergüenza el que obra con malicia. Qué espera no lo sé, ni qué codicia, Italia, que su mal quizás no sienta: ociosa, vieja y lenta, ¿no hay quien del sueño quiera despertarla? Yo querría del pelo zarandearla. Del perezoso sueño no confío que salga, ni a llamadas haga caso, pues es muy grande el peso que la doma; mas no está entre tus brazos por acaso, que sacudir y alzar pueden con brío, nuestra cabeza, cuyo nombre es Roma. La venerable cabellera toma, y las trenzas, tejidas ya sin arte, coge, y saca del fango a la indolente, por la que lloro yo constantemente, que en ti he puesto de fe mi mayor parte: que si él pueblo de Marte la vista hacia su honor alzase un día, tal gracia, pienso, a ti te tocaría. Los viejos muros que aún respeta y ama y teme el mundo, cuando el tiempo andado recuerda, y hacia atrás los ojos vuelve, y las piedras que miembros han guardado de los que nunca quedarán sin fama, si antes la creación no se disuelve, y todo aquello que una ruina envuelve, por ti espera sanar de todo vicio. ¡Oh grandes Escipiones, Bruto honrado, cuánto os agrada, si es ya manifiesto allá en lo alto, el bien provisto oficio! ¡Y creo que Fabricio el pecho alegre sentirá con ella! Y dice: «Roma mía, aún serás bella.» Y si lo que es de aquí cuenta en la altura, las almas que en la eterna ciudad moran, y el cuerpo abandonaron en la tierra, del largo odio civil el fin te imploran, debido al cual no hay gente ya segura, y el camino a los templos se les cierra que fueron tan devotos, y hoy, en guerra, cuevas de bandoleros han sido hechos, que sus puertas al bueno son cerradas y, entre altares y estatuas despojadas, se tratan crueldades y cohechos. ¡Ay, qué espantosos hechos! No sin esquilas lánzase el asalto, que para honrar a -Dios están en alto. El tierno vulgo inerme, las llorosas mujeres, los cansados viejecitos que ya su larga vida están odiando; negros, pardos y blancos frailecitos, y otras gentes enfermas y anhelosas, «¡Señor, auxilio, auxilio!», están gritando. Y de los pobres el pasmado bando te descubre sus carnes tan llagadas que a Aníbal y a otros buenos los harían. Si del solar de Dios no se desvían tus ojos, pocas chispas inflamadas ahogando, sosegadas quedarían las llamas del mal celo, y tu obra alabarían en el cielo. Osos, lobos, leones y serpientes, y águilas, con frecuencia causan grima a una columna, y ellos se hacen daño; y una dama gentil a ti se arrima y llora, y quiere que extirpar intentes los hierbajos que no dan flor hogaño. Más que pasado está el milésimo año desde que a aquellos grandes ha perdido que donde estaba la pusieron antes. ¡Ay, gentes nuevas, más que petulantes, que irreverentes con tal madre han sido! Tú padre, tú marido: todo socorro de tu mano atiende, que el mayor padre en otro tajo entiende. Sucede rara vez que empresas altas la fortuna injuriosa no contraste, que con los grandes hechos mal concuerda. Ahora, evacuando el paso por do entraste, me hace que le perdone graves faltas, porque consigo misma aquí discuerda: puesto que hasta ahora el mundo no recuerda que hombre mortal tuviese libre vía para lograr, cual tú, renombre eterno: que puedes enmendar, si bien discierno, a la más noble y alta monarquía. Pues tu gloria sería, si con otros contó joven y fuerte, en su vejez, salvarla de la muerte. Canción, sobre el Tarpeyo tú verás a un caballero al que mi Italia honora, más que a sí, al bien ajeno dedicado. Dile: «Uno que tu rostro no ha mirado, sino como el que oyendo se enamora, dice que Roma ahora, desde sus siete alcores, y llorando, mercedes, sin cesar, te está implorando.» LIV Porque insignia de amor su faz traía movióme una romera el pecho errante, pues la más digna de honras la creía. Y, al ir tras ella por las hierbas verdes, oí a una voz decir, alta y distante; ¡Ay, cuántos pasos por la selva pierdes!» Pensativo, gané el refugio umbroso de un haya, y miré en tomo: y comprendía que era aquel viaje mío peligroso; y atrás volví, casi a mitad del día. LV El fuego que creía yo apagado por el frío y la edad ya menos nueva las llamas y el martirio me renueva. Que no se apagó nunca, es lo que veo, el rescoldo, y que fue sólo cubierto, y este segundo error más grave creo. Con los miles de lágrimas que vierto, sea el dolor por los ojos descubierto del corazón, que brasa y yesca lleva: no cual fue, que la llama aún más se eleva. ¿Qué otro fuego no habrían extinguido las ondas que mis ojos van vertiendo? Amor, aunque muy tarde lo he sabido, quiere entre dos contrarios verme ardiendo; y al corazón mil lazos va tendiendo, y, si espero que a ser libre se atreva, me ata la bella faz, como él se mueva. LVI Si el ciego afán que al corazón destruye contando el tiempo no me ha confundido, advierto, mientras hablo, cómo huye el que a mí y al favor fue prometido. ¿Qué sombra cruel en malograr influye la semilla del fruto apetecido? ¿Qué muro el paso hacia la espiga obstruye? ¿De qué fiera, en mi ovil, oigo el rugido? ¡Ay, triste!, no lo sé, mas se me alcanza que, para más doliente hacer mi vida, el Amor me condujo a la esperar-iza. Y a mi recuerdo lo leído viene, que hasta el día de su última partida llamar feliz a un hombre no conviene. LVII Mis venturas se acercan lentamente, dudando espero, el ansia en mí renace, y aguardar y apartarme me desplace, pues se van, como el tigre, velozmente. Ay de mí, nieve habrá negra y caliente, sierras con peces, mar que olas no hace, y el sol se acostará por donde nace Eufrate y Tigris de una misma fuente, antes que ella una tregua, o paz, me ofrezca, o Amor otro uso enseñe a mi señora, que en contra mía ya han pactado alianza: que si algo hay dulce, tras la amarga hora, hace el desdén que el gusto desfallezca; y de sus gracias nada más me alcanza. LVIII La mejilla que el llanto os ha cansado reposad, señor mío, en el primero, y avaro sed de vos con ese fiero que a quien le sigue trae tan demudado. Cerrad con otro del siniestro lado el camino a quien sea su mensajero, y sed uno en agosto y en enero, que falta tiempo al viaje dilatado. Bebed con el tercero alguna hierba que purgue al pecho del absorto llanto, dulce al final, y en el comienzo acerba, y ponedme do el gozo se conserva, tal que Caronte no me cause espanto, que la plegaria mía no es superba. LIX Aunque lo que me trajo a amar primero ella quiera quitarme, de mi firme querer no he de apartarme. Entre las áureas crenchas, escondido tenía Amor el lazo; y el hielo de sus ojos luego ha herido mi alma con un flechazo, por la virtud de su esplendor movido; y me hace, al acordarme, de todo otro deseo despojarme. ¡Ay, triste!, que los áureos cabellos mostrarme ya no quiere; y el movimiento de los ojos bellos, conforme huyen, me hiere; mas, porque bien muriendo honor se adquiere, no quiera, por sanarme, Amor de tales nudos desatarme. LX El que amé gentil árbol muchos años, mientras su bella fronda no me huía, mi ingenio débil florecer hacía a su sombra, y crecer mis desengaños. Después que, sin temer yo sus engaños, el dulce leño se hizo impío un día, a un solo fin volví la mente mía, que es hablar siempre de sus tristes daños. ¿Qué podrá hablar quien por amor suspira, si le hubiesen mis rimas nuevas dado otra esperanza, que por ésta pierde? Ni lo coja poeta, ni salvado sea por Jove, y el Sol sienta tal ira que seca haga caer su fronda verde. LXI Benditos sean el año, el mes, el día, la estación, la hora, el tiempo y el instante, y el país y el lugar en que delante de los ojos que me atan me veía; y el dulce afán primero que sentía cuando me ataba Amor, y aquel tirante arco, y sus flechas, y, en mi pecho amante, las profundas heridas que me abría. Bendito sea el incesante acento que llamando a mi dama he difundido, y el llanto y el deseo y el lamento, y bendito el papel con que he solido ganarle fama y, ay, mi pensamiento, que parte en él tan sólo ella ha tenido. LXII Padre del cielo, tras mis días perdidos, tras malgastar mis noches devaneando -su aire, gentil para mi mal, mirando con aquellos deseos encendidos-, sean con Tu luz mis pasos dirigidos y, a mejor vida y hechos retornando, pueda de mi adversario ir evitando los lazos contra mí en vano tendidos. Once años hace ahora, Señor mío, que me somete el yugo violento, que más feroz se muestra al más domado. Miserere del no digno afán mío; lleva a mejor lugar mi pensamiento; recuérdale que hoy fuiste en cruz clavado. LXIII La faz volviendo a mi color perdido, que recordar la muerte hace a la gente, me saludasteis tan benignamente que habéis mi pecho en vida mantenido. La frágil vida que mi pecho ampara de vuestros ojos fue don manifiesto, y de esa voz angélica tan suave. Por ellos sé que estoy donde me han puesto: que, como al animal tardo la vara, supieron despertar a mi alma grave. Vos manejáis con una y otra llave mi corazón, y de ello estoy contento, dispuesto a navegar a todo viento, que es cuanto hacéis por dulce honor tenido. LXIV Si vos pudiéseis, por turbados gestos, por bajar de ojos o inclinar de testa, o por ser al huir más que otras presta, desdeñando los ruegos más honestos, salir jamás, o usando otros pretextos, del pecho en que más fronda tiene puesta Amor del primer lauro, fuera ésta razón justa a desdenes como éstos: que gentil planta en áridos terrenos parece inconveniente, y parte leda de allí naturalmente, y presurosa; y pues vuestro destino, empero, os veda en otra parte estar, cuidaos al menos de no estar siempre en actitud odiosa. LXV No haber estado en guardia me lastima cuando por vez primera me hirió Amor, que, paso a paso, se ha vuelto señor de mi vida, y se me ha puesto en la cima. No creí que, por fuerza de su lima, ni un punto de firmeza o de valor cediese el corazón en su favor; mas tal sucede al que demás se estima. Toda defensa ya será tardía, salvo probar si, mucho o poco, el ruego mortal Amor escucha todavía. Y, como no ha lugar, ya no le ruego que arda discretamente el alma mía, sino que parte tenga ella en el fuego. LXVI El cargado aire, y la importuna niebla opresa en rededor por bravos vientos, muy pronto habrá de convertirse en lluvia; y ya son casi de cristal los ríos, y en vez de hierbecillas por los valles se ve tan solamente escarcha y hielo. Y hay en mi corazón, más frío que hielo, pensamientos pesados como niebla, cual la que a veces se alza de estos valles, compactos, ay, contra amorosos vientos, y rodeados de estancados ríos, cuando del cielo cae más lenta lluvia. En poco tiempo pasa una gran lluvia, y disuelve el calor nieves y hielo, con que de ver soberbios son los ríos; nunca el cielo escondió tan densa niebla que, acometida del furor del viento, no huyese de los cerros y los valles. Mas no me vale que florezcan valles, antes lloro al sereno y a la lluvia y a los helados y a los suaves vientos: que un día mi señora no sea hielo por dentro, ni por fuera sea niebla, y veré seco el mar, lagos y ríos. Mientras desciendan hacia el mar los ríos y amen las fieras los umbrosos valles, los bellos ojos cubrirá esa niebla que hace a los míos verter continua lluvia, y en el hermoso pecho el duro hielo que arranca al mío tan dolientes vientos. Bien debo perdonar todos los vientos por amor al que en medio de dos ríos me encerró entre el verdor y el dulce hielo, tanto que pinté luego por mil valles la sombra a la que estuve, sin de lluvia curarme, o de calor, ni trueno o niebla. Pero no huyó jamás niebla por viento, como aquel día, ni ríos por la lluvia, ni hielo cuando el sol abre los valles. LXVII Del mar Tirreno en la siniestra riba, donde el viento gemir hace a las ondas, vi de repente las altivas frondas de las que es obligado que yo escriba. Amor, que en mi interior hirviendo iba, me empujó, al recordar las trenzas blondas, a un río que oculta el césped, y en las hondas aguas caí, no cual persona viva. Solo, entre bosquecillos y collados, me avergoncé, que al corazón gentil esto basta, que ignora otros cuidados. Bueno es cambiar de estilo y de carril, de la vista a los pies, si al ser mojados secase a la otra un más cortés abril. LXVIII El sacro aspecto de la tierra vuestra me lleva a lamentar el mal pasado, gritando: ¡Arriba! ¿Qué haces tú, cuitado?; y el camino del cielo así me muestra. Mas otro pensamiento a la palestra sale, y dice: ¿Por qué huyes, apocado? Si te acuerdas, el tiempo ya ha pasado de ver de nuevo a la señora nuestra. Su razonar, entonces, entendiendo, se hiela el alma, y quedo dolorido como quien malas nuevas está oyendo. Vuelve el primero, y el que le ha seguido cuál vencerá no sé; mas combatiendo, y no una sola vez, me han conmovido. LXIX Ay, Amor, contra ti yo bien sabía que nunca humano aviso me ha valido; tanto tus fieras garras he sentido, tantos lazos ya vi, tanta falsía. Y me admiro de nuevo, porque huía (lo diré, porque el caso me ha atañido, que en el agua salada lo he sentido, entre Elba y Giglio y la Toscana mía) yo de tus manos, y por un camino, por viento y cielo y ondas agitado, iba, que era ignorado y peregrino: cuando he aquí a tus nuncios, no sé dónde, que del propio destino me han mostrado, que a él cede aquel que lucha, y quien se esconde. LXX ¡Ay triste, que no hay sitio hasta el que llegue con mi esperanza, ya tan traicionada! Si con piedad mi voz no es escuchada, ¿de qué vale que al cielo tanto ruegue? Pero si hacer callar no hay quien me niegue antes de mi partida a esta voz afligida, no a mi señor disguste que me entregue a pedirle entre flores ir diciendo: Mi canto y gozo que es muy justo entiendo. Justa cosa es que alguna vez yo cante, puesto que he suspirado tanto tiempo; que nunca he comenzado tan a tiempo que ajuste risa a mi dolor constante. Si lograra que fuese cautivante para esos ojos santos alguno de mis cantos, feliz sería sobre todo amante. Y más cuando yo diga sin mentir: Si ella lo pide, yo quiero decir. Bellas razones que, tan paso a paso, me habéis llevado a razonar tan alto, ved que ella tiene el pecho de basalto tan duro que por mí dentro no paso. Tan bajo ella no mira, ni hace caso de lo que decir suelo, pues no lo quiere el cielo, por contrastar al cual estoy tan laso: y, como el pecho mío se endurece, hablar ásperamente me apetece. ¿Qué digo? ¿dónde estoy? ¿y quién me engaña sino yo, y desear más que debiera? Pues si en el cielo voy de esfera a esfera, veo que ningún astro en mí se ensaña. Si mortal velo mi mirada empaña, ¿quién culpa a las estrellas y a tantas cosas bellas? Siempre quien me acongoja me acompaña, puesto que de placer llenarme sabe la dulce vista y la mirada suave. Todo cuanto del mundo es ornamento bien hecho fue por el maestro eterno, mas yo, que tan adentro no discierno, que me deslumbra lo cercano siento; y si al vero esplendor no estoy atento, no puede estar parado el ojo, y lo ha enfermado su culpa, pero nunca aquel momento -en el que angelical su beldad era del dulce tiempo de la edad primera. LXXI Porque la vida es breve y al ingenio la empresa alta intimida, ni en él ni en ella estoy muy confiado; mas fío que sea oída donde anhelo, y allá donde estar debe, esta pena que grito, aunque callado. Ojos bellos do Amor nido ha encontrado, a vos dirijo mi imperfecto acento, al que, aunque es perezoso, el gusto impele: que a quien cantaros suele le ayuda a ser gentil el argumento y, en alas amorosas, le aparta de cualquier vil pensamiento. Alzado en ellas, vengo a decir cosas que en mi pecho mantuve silenciosas. No creáis que no siento que os están mis elogios afrentando: mas no puede el deseo ser frenado que hay en mí desde cuando vi aquello que no iguala el pensamiento ni por mi voz ni otra es igualado. Principio de mi dulce y triste estado, otro que vos sé bien que no me entiende. Cuando entre ardientes rayos me hago nieve, vuestros desdenes mueve tal vez mi indignidad, porque os ofende. Si el temor, con frecuencia, no templara la llama que me enciende, ¡feliz desfallecer!, que en su presencia más prefiero morir que su carencia. No, pues, yo me deshaga, frágil objeto a tan ardiente fuego que de él no es mi valor quien me libera, sino que el miedo luego, que de mis venas el ardor apaga, me asegura, y así sigo en la hoguera. ¡Oh monte, oh valle, oh bosques, oh ribera, testigos todos de mi dura vida, cuánto me oistéis invocar la muerte! Ay, dolorosa suerte, quedarse aflige, y no ayuda la huída. Mas si mayor pavura no me frenase, más pronta salida fin pondría a esta pena áspera y dura; y su origen nó ve tal desventura. Dolor, ¿por qué mis trenos me empujas a decir aunque no quiero? Ayúdame cuando a mi encanto acudo. Ya no os acuso, empero, ojos sobre el mortal curso serenos, ni al que me tiene atado con tal nudo. Ved de cuántos colores, a menudo, Amor el rostro mío va pintando, e imaginad, por dentro, el alma mía, do se está noche y día con el poder que en vos va cosechando, ojos que os alegráis aunque a vos mismos no os estéis mirando: mas cuantas veces hacia mí os tornáis, por otro lo que sois sabiendo estáis. Si os fuese a vos mostrada la divina belleza que me guía al escribir, como a quien sí la mira, no templada alegría sentiríais: por ello está alejada del vigor natural que os abre y gira. Feliz el alma que por vos suspira, luces del cielo, por las que hallo grata la vida que otras cosas me han agriado. Ay, ¿por qué tan contado me dáis lo que la sed en mí no mata? ¿Y por que más frecuente mente no veis que Amor me desbarata? ¿Por qué me despojáis tan prontamente del bien que el alma sólo a veces siente? Que sólo a veces, digo, gracias a vos, en mi alma triste siento una dulzura nueva inusitada, la cual, si un pensamiento es enojoso, no le presta abrigo, y uno de mil tan sólo halla morada: para él, y nada más, vivir me agrada. Y si mi bien más perdurable fuese ningún estado al mío igualaría, mas tanto honor haría que, si me envidian, me ensoberbeciese: mas ya estoy lamentando que ante el llanto la extrema risa cese, y, los ígneos suspiros apagando, a mi vuelva, de mí mismo pensando. El suave pensamiento que vive dentro aleja de mi pecho, pues tal se muestra, toda otra alegría; y mi palabra y mi hecho son tales que con ser inmortal cuento aunque haya de morir la carne mía. Si os mostráis, huyen tedio y agonía, y juntos vuelven tras vuestra partida. Mas, porque la memoria enamorada les impide la entrada, en parte extrema no tienen cabida; y si un buen fruto crece en mi alma, a su semilla distéis vida: que, tierra seca, en mí nada florece, y, así, el mérito a vos os pertenece. Tú no me aquietas, no, que antes me inflamas y hablo de lo que tanto me extasía: sabe que no estás sola, canción mía. LXXII Gentil señora mía, en vuestros ojos una dulce lumbre muestra el camino que al cielo conduce; y, por larga costumbre, donde sólo es Amor mi compañía, el corazón ya casi se trasluce. Esta visión a hacer el bien me induce, y el fin glorioso ya me está mostrando; lejos del vulgo sólo ella me lleva: no hay lengua que se atreva a contar lo que siento contemplando una luz tan serena cuando el invierno escarchas va sembrando, y luego el año nueva vida estrena, como ocurrió al principio de mi pena. Yo pienso: si allá arriba, donde el santo motor de las estrellas mostrar quiso sus obras en la tierra, se hallan otras tan bellas, ábrase su prisión y, fugitiva, siga mi alma el camino que le cierra. Luego regreso a mi diaria guerra, dando gracias al día en que he nacido y a Natura, que tal bien me han mostrado, y a la que ha levantado mi corazón; porque antes me he sentido a mí enojoso y grave y desde el día aquel me he halagado llenando el corazón de un pensar suave, pues de los bellos ojos es su llave. Nunca estado gozoso concedieron Amor o la Fortuna voluble a sus amigos más felices, que no cambie por una mirada de do viene mi reposo como viene la flor de las raíces. Chispas bellas de célicos matices, que me alegráis, donde el placer se enciende que dulcemente me arde y me destruye: como se esfuma y huye toda otra luz donde la vuestra esplende, así en mi pecho siento, cuando tanta dulzura hasta él desciende, que huyen de él todo objeto y pensamiento, y a Amor y a vos tan sólo da aposento. El dulzor que han sentido cuantos amantes fueron venturosos, ni aun reunido, al mío igualaría cuando entre los hermosos blanco y negro la luz habéis movido que es del Amor juguete y alegría; que aún en pañales, y en la cuna mía, a mis defectos y a Fortuna aviesa este remedio preparaba el cielo. Mal me hicieron el velo y la mano que tanto se atraviesa entre mi sumo agrado y los ojos, do el llanto nunca cesa, por ver deseo y pecho desahogado, que éste, cuando cambiáis, cambia de estado. Porque veo, y me apena, que no pueden mis dotes ayudarme ni me hacen digno del mirar que aguardo, me esfuerzo en comportarme como a la alta esperanza más consuena, y a ese fuego gentil en el que ardo. Si al bien veloz, y a su contrario tardo, despreciador de cuanto el mundo ama, por solícito estudio puedo hacerme, podría sostenerme en el benigno juicio una tal fama: que el fin de mis dolores, pues a otra parte el corazón no llama, viene al temblar los ojos seductores, fe extrema de los finos amadores. Canción, delante tienes a una hermana y al mismo albergue la otra está llegando, y por ello el papel voy preparando. LXXIII Puesto que mi destino del deseo encendido a hablar me incita que desde siempre me ha forzado al llanto, Amor, que a ello me invita, sea mi escolta, y enséñeme el camino, y el deseo armonice con mi canto; mas que no el corazón decaiga tanto como temo, si el dulce afecto crece que siento donde no llega ojo ajeno; que al cantar ardo y peno, no por mi ingenio -lo que me estremece-, si, como a veces suelo, me creo que el ardor mental decrece; pues me derrite el son con que me duelo como si fuese al sol hombre de hielo. Al comenzar, creía que cantando iba a darle a mi encendido deseo tregua, o un breve reposo. Esta esperanza ha sido quien me hizo declarar lo que sentía: y ahora se esfuma mientras yo la gloso. Pero tan alta empresa seguir oso, las amorosas notas continuando, tan fuerte es el querer que me enajena: la razón no lo frena porque, muerta, contra él no está luchando. Mis versos, pues, yo diga por Amor instruido, y si escuchando se hallase mi dulcísima enemiga, no mía, de piedad la hagan amiga. Si en épocas pasadas, cuando habitó el honor pechos ardientes, su industria a algunos hombres dirigía por tierras diferentes, cerros y ondas pasando, tras honradas cosas, y la mejor flor recogía, puesto que Amor, Natura y Dios un día a todas las virtudes han juntado en los ojos do vive el gozo mío, este y el otro río no he de pasar, ni he de cambiar de estado. A ellos siempre regreso, fuentes de mi salud, esperanzado, y si el afán me mata con su exceso, verlos me alivia del penoso peso. Igual que el navegante a quien el fuerte viento desalienta mira a dos luces del nocturno cielo, lo mismo, en mi tormenta de Amor, miro en dos luces al brillante signo en el que hallo mi único consuelo. Mas siempre es más lo que robarles suelo, de acá y de allá, que Amor me enseña, ay laso, que cuanto don gentil tomando voy; y lo poco que soy es porque son la norma en que me baso; pues, tras verla, no he dado sin ellas hacia el bien un solo paso: y en mi cima a las dos las he plantado, que engaño fuera verme yo estimado. Sé que nunca podría narrar, ni imaginar, cuantos efectos esos ojos tan suaves me han causado; que los gozos y afectos de esta vida, y belleza y gallardía, son casi nada, puestos a su lado. Paz, sin ningún afán atormentado, muy como la del cielo, que es eterna, procede de su risa enamorada. Ojalá mi mirada pudiese ver cómo Amor los gobierna, y así un día pasase sin que girara la rueda superna, ni en otros ni en mí mismo yo pensase y muy escasas veces parpadease. ¡Triste!, que deseando voy lo que es imposible que suceda, y vivo de querer sin esperanza: si el nudo con que enreda mi lengua Amor, y la detiene, cuando la luz más que la humana vista avanza, se desatase, osara sin tardanza palabras tan pasmosas ir cantando que harían sollozar al ser oídas; mas las ya hechas heridas a otra parte a mi pecho van forzando: y ya pálido y yerto, mi sangre -¿adónde va?- se está ocultando, y el que era ya no soy; y en ello advierto que este es el golpe con que Amor me ha muerto. Canción, del razonar dulce con ella, ya que la pluma se me cansa siento, mas no de hablar conmigo el pensamiento. LXXIV Me canso de pensar cómo cansado no se encuentra de vos mi pensamiento, y cómo de esta vida no me ausento por no estar de suspiros abrumado; y cómo de decir del rostro amado, cabellos y ojos que sin tregua miento, no han fallado la lengua y el acento que de día y de noche os han llamado; y de que ya los pies no sienta lasos de seguir vuestro rastro en toda parte perdiendo inútilmente tantos pasos; de ello viene el papel que por mi parte de vos lleno, y la tinta: y mis fracasos serán culpa de Amor, no falta de arte. LXXV Los ojos que de modo me han llagado que ellos mismos podrían curar la llaga, y no virtud de hierba o de arte maga, o de diamante de ultramar llegado, la vía de otro amor tal me han cortado que un sólo pensamiento ya me embriaga; y si mi lengua de ir tras él se paga, no ella, su guía puede ser mofado. Estos los ojos son que victoriosas las empresas de Amor están haciendo doquiera, y más aún al asaltarme; estos los ojos son que están ardiendo siempre en mi pecho, chispas luminosas: y por eso los canto sin cansarme. LXXVI A ella Amor me ha devuelto lisonjeando y en la antigua prisión a estar me obliga, y las llaves le ha dado a esa enemiga que todavía me sigue enajenando. No me di cuenta, ¡triste!, sino cuando estuve en su poder; y con fatiga (¿quién lo creerá, aunque jure lo que diga?) vuelvo a la libertad, mas suspirando. Y, cual cuitado preso, totalmente de mis cadenas aún no me liberto, y hablan del corazón ojos y frente. Cuando hayas mis colores descubierto, dirás: «Si veo y juzgo rectamente, éste se halla muy cerca de estar muerto.» LXXVII Por mirar Policleto con fijeza, con los que fueron grandes en su arte, mil años, no verían la menor parte de la beldad que amo con fineza. Mas Simón subió al cielo con certeza (de donde esa gentil señora parte) y la copió en papel parte por parte para dar aquí fe de su belleza. Y fue la obra de aquellas que en el cielo, no en la tierra, se habrían concebido, que aquí los miembros son del alma velo. Fue cortés; pero no lo hubiera sido tras bajar a sentir calor y hielo, y haber el mortal mundo conocido. LXXVIII Cuando Simón la inspiración sentía que, en mi nombre, el pincel puso en su mano, si hubiera dado al simulacro humano, con la figura, voz y cotesía, mi pecho de suspiros libraría, que me muestran lo que otros aman vano: pues es su aspecto tan humilde y llano que le promete paz al alma mía. Que parece, si le hablo, que quisiera benignamente recibir mis preces, si a mis palabras responder supiera. Justo es que Pigmalión se envaneciera de su imagen de mármol, pues mil veces tuvo lo que una sola mi alma espera. LXXIX Si al principio responde el fin y el medio del décimo cuarto año que suspiro, ya ni la aura ni sombra son remedio, si crecer tanto a mi deseo miro. Amor, con quien mi afán ya no promedio, y bajo cuyo yugo no respiro, tal me gobierna, que no soy ni medio que hacia mi mal los ojos tanto giro. Languideciendo voy de día en día tan a ocultas, que yo tan solamente lo veo, y quien mirando me destruye. Mi cuerpo al alma apenas ya consiente, y no creo que dure su estadía, que, al avanzar la muerte, el vivir huye. LXXX Quien ha resuelto conducir su vida sobre falaces olas y entre escollos, de la muerte apartado por un leño, no puede estar muy lejos de su fin, mas debería regresar al puerto mientras aún al timón cede la vela. La aura suave a quien cedí la vela y el timón, al seguir la amante vida, esperando llegar a mejor puerto, me condujo entre más de mil escollos; y las razones de doliente fin no las tenía en torno, sí en el leño. Larga prisión sufrí en el ciego leño, y erré sin parar mientes en la vela que antes de tiempo me acercaba al fin; luego le plugo a quien me dio la vida tanto alejarme a mí de los escollos, que, aunque de lejos, pude ver el puerto. Como una luz nocturna en algún puerto que tal vez desde el mar vio nave o leño, si tempestad no lo impidió, o escollos, así por cima de la inflada vela las enseñas yo vi de la otra vida; y suspiré previendo ya mi fin. No que yo esté seguro aún del fin: que, queriendo de día alcanzar puerto, es largo el viaje con tan poca vida; y temo, pues me veo en frágil leño, y más que quiero está inflada la vela, del aura que me trajo a estos escollos. Para vivo escapar de los escollos y terminar mi exilio con buen fin, ¡con cuánto gusto volvería la vela, y anclaría después en algún puerto! Pero ardo igual que un incendiado leño: tan duro me es dejar la usual vida. Oh, Señor de mi fin y de la vida, antes que estrelle el leño en los escollos, lleva a buen puerto la cansada vela. LXXXI Porque, cansado, soportando sigo el viejo haz de mis culpas y la impía costumbre, mucho temo por la vía caer, y que me aprese mi enemigo. Bien vino a liberarme un viejo amigo por suma e inefable cortesía como volando huyó, la vista mía le busca, mas en vano me fatigo. Pero su voz, aquí, sigue diciéndome: Oh vos, los que sufrís: he aquí el camino; venid a mí, si el paso otro no cierra. ¿Qué gracia hará, qué amor, o qué destino, -plumas, cual de paloma, concediéndome-, que repose y me eleve de la tierra? LXXXII Hasta ahora de amaros no he cesado, señora, ni lo haré mientras aliente; pero ya llego a odiarme fieramente, y del continuo llanto estoy cansado; y un cándido sepulcro no grabado prefiero a que en sus mármoles se miente vuestro nombre en mi daño, donde ausente mi alma del cuerpo esté que aún no ha dejado. Pues si un pecho que amante fe rebosa os sacia sin temer vuestro atropello, plázcaos, entonces, ser con él piadosa. Pero erráis al creer que ocurra aquello que os sacie, si vuestra alma es desdeñosa: y a Amor y a mí las gracias doy por ello. LXXXIII Sin que ambas sienes me haya emblanquecido el tiempo, que parece irlas mezclando, seguro no estaré: que a veces ando por donde tiene Amor su arco tendido. Por él no temo verme retenido, ni destrozado, aunque aún me esté enredando, ni que me parta el corazón, tirando flechas con que por fuera sea herido. Más lágrimas no pueden ya brotarme, aunque muy bien conocen su sendero, y es difícil cerrarles la salida. Calentar, no quemarme, el altanero rayo podrá; y el sueño perturbarme, no romperlo, la imagen desabrida. LXXXIV -Ojos, llorad: hacedle compañía al pecho que, al fallar, estáis matando. -Eso hacemos, que estamos lamentando su yerro, más que el nuestro, noche y día. -Por vosotros Amor forzó su vía a donde como dueño está morando. -Nos movió la esperanza que brotando fue de aquel que lamenta su agonía. -No podéis en razones igualaros: que, al ver primero, habéis ya consentido ser de su mal y el vuestro tan avaros. -Tus palabras nos han entristecido, pues los juicios perfectos son tan raros que a otros acusa quien culpable ha sido. LXXXV Siempre he amado, y amo más ahora, y siento que he de amar más cada día, al lugar donde vuelvo todavía cuando me angustia amor y el pecho llora. Y me propongo amar el tiempo y hora que de viles cuidados me desvía; y más el rostro hermoso, y cortesía, de la que con sus obras me enamora. ¿Quién pensó ver unido, como veo, para asaltarme, de uno y otro lado, tanto enemigo dulce al pecho mío? Amor, ¡con qué fuerza hoy me has sojuzgado! Y si a esperanza no urgiera el deseo, muerto caería, aunque vivir ansío. LXXXVI Sé que voy a odiar siempre a esa ventana de donde Amor mil flechas me ha lanzado, porque ninguna de ellas me ha matado: que es morir bello, si es la vida ufana. Pero el quedarme en la prisión humana infinidad de males me ha causado; que, inmortales en mí, más he penado, y aún alma y corazón mi pecho hermana. ¡Mísera!, que debía haber sabido, por tan larga experiencia, cómo al tiempo no hay quien lo vuelva atrás ni quien lo frene. Muchas veces así la he advertido: «Vete, infeliz, que no muere a destiempo quien detrás más serenos días tiene.» LXXXVII Tan pronto como el arco ha disparado, sabe quien con maestría lo gobierna, aunque lejos del blanco lo discierna, qué tiro es malo y cuál será acertado: y así vísteis que el tiro descargado por vuestros ojos iba hacia mi interna parte, señora, por lo que es eterna la queja de mi pecho lacerado. Y que dijisteis tengo por muy cierto: «Pobre amante, ¿a qué afán le está empujando? Quiere Amor de esta flecha verle muerto.» Y ahora, al ver que el dolor me está embridando, no es muerte, mas dolor aún más despierto, lo que mis enemigos me están dando. LXXXVIII Pues mi esperanza viene con pereza y el curso de la vida es reducido, de saberlo a su tiempo; habría huido atrás, y galopando con presteza; y voy huyendo cojo, y con torpeza, del lado que el deseo me ha torcido mas voy seguro, aunque mi rostro ha sido marcado del amor por la aspereza. Y así aconsejo: Los que hacéis tal vía, volved el paso; y no espere ninguno, si Amor le abrasa, al más extremo fuego: yo vivo, mas de mil no escapa uno, que era muy fuerte la enemiga mía y con el pecho herido la vi luego. LXXXIX Cuando de la prisión de Amor huía, donde muy a su antojo fui tratado, señoras mías, fuera dilatado contar cuánto estar libre me dolía. Me dijo el corazón que no sabría vivir solo; y, tras poco haber andado, encontré a aquel traidor tan disfrazado que a otro más sabio confundido habría. Por lo que, suspirando al tiempo ido, dije: ¡Ay de mí, que el cepo y las cadenas eran más dulces que el andar tan suelto! ¡Ay, qué tarde conozco bien mis penas, y con cuántas fatigas he salido del error en que yo me había envuelto! XC Al aura el pelo de oro vi esparcido, que en mil sedosos bucles lo volvía; la dulce luz sobremanera ardía de aquellos ojos que hoy tanta han perdido; el rostro de cortés color teñido, no sé si es cierto o falso, ver creía: si en mi pecho amorosa yesca había, ¿quién, porque ardió, se siente sorprendido? No era su caminar cosa mortal, sino de forma angélica; y sonaba su voz como no suena voz humana. A un celestial espíritu miraba, a un sol vivo; y si ya no fuese igual, porque distienda el arco no me sana. XCI La mujer que has amado con vehemencia de nuestro lado de repente ha huido, y yo creo que al cielo habrá subido, tanta fue su dulzura y su indulgencia. Recupera las llaves, en su ausencia, del corazón, que en vida ella ha tenido; síguela por la vía que ha seguido, sin que el mundo avasalle tu conciencia. Que, libre de la carga más pesada, puedes dejar las otras fácilmente y ascender cual romero no agobiado. Bien ves a lo creado ir velozmente hacia la muerte, y que ha de ir descargada el alma nuestra al paso aventurado. XCII Llorad, señoras, y con vos Amor, y en cada país lloren los amantes, que ha muerto quien, con muestras incesantes, mientras estuvo vivo, os rindió honor. Yo ruego a mi acerbísimo dolor que no seque mis lágrimas constantes, y que me dé suspiros anhelantes con que desahogue al pecho de amargor. Lloren las rimas, lloren, ay, los versos, porque nuestro amoroso micer Cino nos ha dejado solos y ha partido. Llore Pistoya, y lloren los perversos que han perdido con él tan buen vecino, y esté contento el cielo, al que él ha ido. XCIII «Escribe», Amor me dijo; y repetía: «escribe lo que viste en letras de oro: cómo a mis seguidores descoloro y a la vez les doy vida y agonía. Hubo un tiempo en que tu alma esto sentía, célebre ejemplo al amoroso coro; otra empresa emprendiste en mi desdoro, mas antes que escapases te prendía. Si a los ojos do viste mi figura, y en los que tuve yo mi dulce fuerte al romper tu rigor, me restituyen arco y flechas que todo lo destruyen, seca la faz no siempre vas a verte, que bien sabes que el llanto es mi pastura.» XCIV Cuando al pecho los ojos han llevado la imagen dueña, otra cualquiera parte: las virtudes que el ánimo comparte dejan los miembros, peso inanimado. Y es el primer milagro secundado por otro, pues la ya expulsada parte, huyendo por sí misma, va a una parte donde logra un desquite alborozado. Y así dos rostros suelen marchitarse, porque el vigor que vivos los mostraba ya en ningún lado se halla donde estaba. Y esto es lo que aquel día recordaba cuando vi a dos amantes transformarse, y lo mismo que yo los vi mostrarse. XCV Poner quisiera en verso el pensamiento como en mi corazón lo pongo mudo, que nunca ha habido espíritu tan crudo que no le conmoviera mi lamento. Mas vos, ojos, me distéis tan violento golpe, que no valió yelmo ni escudo; y por fuera y por dentro voy desnudo, aunque el dolor no impulse a mi lamento. Puesto que en mí vuestra mirada esplende como el sol por el vidrio reflejado baste el deseo, sin que yo lo diga. No a María ni a Pedro, ¡ay, desgraciado!, dañó la fe, que a mí me es enemiga; y sé que nadie, sino vos, me entiende. XCVI Estoy ya de esperar tan fatigado, y de la lid de llanto en que me empleo, que odio ya la esperanza y el deseo, y cuanto tiene al corazón atado. Mas el gracioso rostro, que pintado llevo en el pecho, y donde mire veo, me obliga; y al primer martirio reo contra mi voluntad soy empujado, Bien sé que erré cuando la antigua estrada de libertad me fue cortada un día, que es mal seguir lo que a la vista agrada; entonces a su mal libre corría, y ahora al arbitrio ajeno es empujada, por un solo pecado, el alma mía. XCVII ¡Ay, bella libertad, en qué medida, al alejarte, me mostraste cuál era mi estado cuando el inicial dardo causóme la incurable herida! Nada valió de la razón la brida, que mi mirada amó su propio mal, pues le repugna toda obra mortal: ¡triste, a mis ojos avecé en seguida! Y no puedo escuchar a quien hablando de mi muerte no esté; y al aire el nombre que suena dulcemente voy lanzando. Que a nada más Amor me está empujando ni otro camino sé, ni cómo un hombre puede, en papeles, a otra estar loando. XCVIII Orso, a vuestro corcel ponerse puede, para que retroceda, un buen bocado, ¿mas quién al corazón mantendrá atado si odia al contrario y con honor procede? No suspiréis: que su valor no cede porque el llegar allí os esté vedado, que, cual la voz del pueblo ha divulgado, allí se encuentra, y nada le precede. Basta con que en el campo esté presente el día que ha de estar, bajo el emblema que por sangre, virtud y edad merece, gritando: «Aunque mi dueño se halle ausente, en mi impulso gentil arde y se quema, y, por no acompañarme, languidece». XCIX Pues tanto vos y yo hemos comprobado cómo nuestro esperar falaz se hace, tras el bien sumo que Jamás desplace alzad el alma a más feliz estado. Esta vida terrena es como un prado en que entre hierba y flor la sierpe yace; y si a los ojos su apariencia place, se queda el corazón más enredado. Vos, pues, si procuráis tener la mente serena hasta que llegue el postrer día, id con los pocos, no con vulgar gente. Se me dirá: «Mostrando vas la vía a otros, ¡oh, hermano!, y tú frecuentemente perdido andas, y más hoy todavía.» C Esa ventana en que un sol se presenta cuando quiere -y el otro hacia la nona y ésa. donde, si en él Bóreas se encona, el aire, en días breves, se lamenta; la piedra en que los días largos se sienta mi señora, y consigo allí razona; y cuanto sitio su gentil persona cubra de sombra, o su pisada sienta; y el paso en el que Amor salió a mi encuentro, y la nueva estación que me renueva las heridas cada año, el día reo, y el rostro y las palabras, ay, que lleva mi corazón clavadas en su centro, dan a mis luces de llorar deseo. CI Ay, nos convierte en presas doloridas aquella que a ninguno nos perdona, y el mundo sin tardar nos abandona pues no son sus promesas mantenidas; ni son mis penas bien retribuídas, que ya el día final me desazona y Amor, a pesar de ello, me aprisiona y a mis' ojos las parias' son pedidas. Días, horas e instantes van trayendo a los años, y yo no sufro engaño, sino fuerza mayor que de arte maga. Siete y siete años luchan ya en mi daño razón y afán; y aquélla irá venciendo, si hay alguna alma aquí del bien presaga. CII Cuando el traidor de Egipto le entregó a Julio César la honorable testa, veló éste la alegría manifiesta, y en papel está escrito que lloró; y cuando Aníbal a Fortuna vio contra su imperio hacerse tan molesta, rió entre gente al llanto predispuesta por desahogar la rabia que sintió. Y así ocurre que el ánimo cada una de sus pasiones con su opuesto manto cubre, y con su apariencia clara o bruna: pero si alguna vez yo río o canto, lo hago porque no tengo sino una manera de ocultar mi triste llanto. CIII Venció Aníbal y no supo, venciendo, usar debidamente su ventura: y que debéis obrar con más cordura, caro señor, en vuestro caso entiendo. La osa por sus oseznos va gruñendo, que en mayo hallaron áspera pastura; se reconcome, afila la uña dura y cobrarnos su daño está queriendo. Mientras el dolor nuevo la encocora, no queráis envainar la noble espada, y seguid decidido a donde os llama vuestra fortuna; id recto por la estrada que os puede dar, tras vuestra extrema hora, mil años y mil más, honor y fama. CIV Esa virtud que en vos vi floreciendo cuando a daros batalla empezó Amor, da un fruto que es igual que aquella flor; y mi esperanza ya se está cumpliendo. Por ello el corazón me está diciendo que escriba en papel algo en vuestro honor, que no hay para esculpir nada mejor, ni aun al que vive en marmol repitiendo. ¿Creéis que a Pablo Emilio, al Africano, a César o a Marcelo hicieron tales fundiendo bronces o martillo en mano? Pandolfo mío, son obras mortales esas, mas nuestro estudio soberano convierte a quienes canta en inmortales. CV No quiero más cantar como cantaba, pues alguien no escuchaba y burla hacía; el bienestar podría traerme entuerto. El siempre suspirar nada recaba; cubre a la sierra brava nieve fría; y ya está cerca el día, y me despierto. Un dulce acto, por cierto es gentil cosa y en mujer amorosa aún me agrada el verla reservada y desdeñosa, no esquiva y orgullosa: Amor rige su imperio sin espada. Quien ya perdió la estrada vuelva el paso; duerma quien no halla albergue sobre el verde; quien uno de oro pierde, mate su sed en cristalino vaso. Me dí en guarda a San Pedro; ahora ya no: quien puede, ya entendió, que yo me entiendo. Un feudo estar sufriendo es muy pesado: si puedo, me despiedro, y se acabó. Faetón en el Po cayó muriendo, y, el río a espaldas viendo, ya ha pasado -¡vedlo!- el mirlo cuitado. Ahora no quiero: no hay escollo ligero entre las ondas, ni entre las frondas liga. Desespero cuando orgullo altanero te hace, mujer, que la virtud escondas. Puede que a otro respondas si no llama, que hay quien del que le ruega escapa y huye; funde el hielo y destruye a otros, y hay quien por verse muerto clama. El dicho «Ama a quien te ama» yo lo sigo. Sé lo que digo, mas dejadlo estar, que hay quien se ha de enterar cuando lo vea. Sufre a una humilde dama un dulce amigo. Mal se conoce el higo. Y de alabar creo el no comenzar alta tarea; en el país que sea hostal se alcanza. La infinita esperanza a otros mató; y a mí ya me tocó meterme en danza. Mi ya escasa bonanza quiero para quien no me rechazó. En Aquel fío yo que nos regenta y en el bosque a los Suyos da posada: que con pía cayada me lleve en el rebaño que apacienta. Puede que un libro coja quien no entiende; y alguno la red tiende y nada pilla; quien por muy sutil brilla da en locura. Que la ley no sea coja que otro atiende. Tras el bien se desciende milla a milla. Asombro y maravilla poco dura. La escondida hermosura es la más suave. ¡Bendita sea ,la llave que ha girado en el pecho, y librado al alma, y sabe quitarle el grillo grave y el suspirar doliente y prolongado! Donde más me ha llagado a alguien le duele, y doliéndole endulza a mi dolor: y doy gracias a Amor pues no lo siento; y no es menor que suele. Las palabras discretas y calladas, y el son que horas calmadas me procura; la prisión de la pura luz que ansío, en el campo violetas perfumadas, las fieras enjauladas, su bravura, y la dulce pavura, el gentil brío, de dos fuentes un río apaciguado do anhelo, y recatado do querría, y Amor y Celosía, me han ganado, y el bello rostro amado cuyos signos le indican mejor vía a la esperanza mía y a mis daños. ¡Oh secreto bien mío, y el que venga, ya paz o guerra tenga, nunca me abandonéis en estos paños! A mis pasados daños odio y amo, y en lo que oigo proclamo una fe ardiente. Disfruto del presente y más espero, y, contando los años, callo y clamo y anido en el buen ramo felizmente, y el desdén gratamente loar quiero, que aquel afecto fiero ya ha vencido y en el alma ha esculpido «Qué escuchado sería, y señalado», y suprimido (tanto adelante he ido, que lo diré) «No fuiste tan osado». Quien me ha herido el costado lo consuela, y más en mi alma que en papel escribo; por lo que muero y vivo, que al mismo tiempo me caldea y hiela. CVI Una bella angelita, con gracejo, voló del cielo hasta la fresca riba por donde me llevaba mi destino, Al verme sin compaña ni cortejo, de seda un lazo que tejiendo iba tendió en la hierba, do es verde el camino. Quedé apresado; y no me causó enojos, tan dulce luz salía de sus ojos. CVII No veo donde pueda ya salvarme: siempre soy por sus ojos hostigado . y temo, ¡triste!, que el afán sobrado pueda el pecho sin treguas destrozarme. Quisiera huir, mas nunca de alumbrarme la mente esas dos luces han cesado, y el décimo quinto año han aumentado su brillo hasta el extremo de cegarme: su imagen por doquiera se reparte y no puedo mirar donde no vea aquella luz o alguna semejante. De un laurel solo tal selva verdea que mi adversario, con pasmoso arte, me lleva entre las ramas anhelante. CVIII Oh, más que los demás feliz terreno do Amor detuvo el pie, cuando el semblante a mí volvió, y su luz santificante que al aire en torno a sí torna sereno: que antes deshaga el tiempo doy por bueno una sólida imagen de diamante, que el gesto dulce no tenga delante del que memoria y pecho está tan lleno, ni tantas veces contemplarte espero que no me incline, la señal buscando que el pie marcó en aquel gracioso giro. Si amor no duerme en corazón sincero, Sennuccio mío, implórale, rogando alguna lagrimita, o un suspiro. CIX Más de mil veces, ay, amor me asalta de día, y en mis noches intranquilas, y vuelvo a donde arder vi las pupilas que inmortalizan a mi hoguera alta. Mi alma se aquieta y no se sobresalta, que a vísperas, y a nona, alba y esquilas, en mi pensar las hallo tan tranquilas que nada más recuerdo ni echo en falta. El aura suave que del rostro hermoso, al son del cortés verbo, se alza y vuela para aquietar el sitio donde espira, como gentil espíritu glorioso en aquel aire siempre me consuela, que en otro sitio mi alma no respira. CX Empujándome Amor al sitio usado, alerta a guisa del que espera guerra -que se prepara, y todo paso cierra-, de antiguos pensamientos yo iba armado. Me volví; y una sombra vi que al lado pintaba el sol, y conocí en la tierra a aquella, que si el juicio mío no yerra, era más digna de inmortal estado. ¿Por qué temes?, habló al pecho mi mente. Mas no entró antes en él mi pensamiento que los rayos en que ardo fatalmente. Como con el fulgor, truena al momento, a la vez me alcanzaron la luciente mirada y de un saludo el dulce acento. CXI La que al mirar mi corazón regenta, donde a solas pensaba en el amor se apareció: v mnvíme Yo en su hnnor con frente reverente y macilenta. Apenas de mi estado se dio cuenta, volvióse a mí, mostrando tal color que habría Jove, ciego de furor, depuesto armas, y su ira violenta. Me recobré; y entonces ella, hablando, se fue, que sus palabras no sufría ni de su vista el dulce centelleo. Tantos placeres gusta el alma mía, y tales, su saludo recordando, que desde entonces sin dolor me veo. CXII Sennuccio, sabed bien de qué manera tratado soy, y qué vida es la mía: ardo y me gasto aún como solía; me arrastra la aura, y soy siempre el que era. Aquí humilde, y aquí la vi altanera; ora áspera, ora afable, acerba o pía; ya vestirse modestia o gallardía; a veces mansa, desdeñosa o fiera. Cantó aquí dulcemente, aquí sentóse; se volvió aquí, y aquí detuvo el paso; aquí, al mirar, mi pecho ha traspasado; dijo algo aquí, y aquí ella sonrióse; cambió aquí el gesto. En ello Amor, ¡ay, laso!, noche y día me tiene a mí ocupado. CXIII Aquí, do medio estoy, Sennuccio mío, (pudiera estar entero, y vos contento), huyendo vine tempestad y viento que al tiempo de repente han vuelto impío. Seguro estoy; y que entendáis confío por qué del rayo ya temor no siento y por qué no se apaga el violento deseo, ni siquiera pierde brío. Que en cuanto en la amorosa corte estuve vi dónde nació la aura dulce y pura que aquieta al aire, al trueno desterrando. En mi alma, que ella rige, el fuego tuve por Amor avivado, y sin pavura. ¿Qué haría sus dos ojos contemplando? CXIV De Babilonia impía, que proscrita tiene a vergüenza y es madre de errores, que al bien no alberga, y sí a muchos dolores, el querer vivir más a huir me incita. Aquí estoy solo; y, como Amor me invita, rimas y versos cojo, hierba y flores, e imagino con él tiempos mejores: mas otra ayuda el alma necesita. No me ocupo del vulgo o de Fortuna, ni de mí mucho, ni de viles cosas, ni dentro o fuera estoy acalorado. A dos tan sólo añoro: y quiero a una con miradas humildes y piadosas, y al otro con el pie bien afirmado. CXV Yo vi entre dos amantes, altanera y honesta, a una mujer; y vi a su lado a Amor, por dioses y hombres acatado; yo, en baja parte; el Sol, en la cimera. Cuando se vio cercada por la esfera del amigo más bello, el rostro amado volvió a mí alegre; y nunca más airado, ni altivo, contra mí verlo quisiera. De pronto, se volvieron alegría los dolorosos celos que primero por tan alto rival había sentido. Y el Sol el rostro triste y lastimero con una nubecilla se cubría, tanto le disgustó verse vencido. CXVI Lleno de la inefable dulcedumbre que en mis dos ojos estampó su huella el día en que, por cara menos bella no ver, debí privarlos de su lumbre, dejé lo que más quiero; que al relumbre avecé a mi razón sólo de aquélla, pues no ve más, y cuanto no sea ella odia y desprecia siempre por costumbre. En un valle cerrado todo en torno, que alivia el suspirar desfalleciente, entré con Amor sólo, meditando. No allí mujeres, sino roca y fuente; y a ver la imagen de aquel día torno, que, donde mire, voy imaginando. CXVII Si la roca, do el valle es más cerrado -su propio nombre de ello se deriva-, mirase a Roma y, por índole esquiva, la espalda a Babilonia hubiera dado, tendrían mis suspiros mejor vado para llegar a su esperanza viva; y, aunque esparcidos, cada cual arriba donde lo mando, y ni uno me ha fallado. Que allá son dulcemente recibidos advierto en que ninguno aquí retorna, con tal deleite al otro lado están. Mis ojos sufren cuando el día torna por los parajes a ellos escondidos; y me dan llanto, y a mis pies afán. CXVIII El décimo sexto año de mi llanto quedóse atrás; y sigo caminando hacia el fin de mi vida, imaginando que no dura mi afán desde hace tanto. Lo amargo es dulce, y útil mi quebranto; y, aunque el vivir me pesa, estoy rogando que supere a Fortuna, y recelando que antes mueran los ojos que yo canto. En otra parte quiero estar ahora; y más querer quisiera, y más no quiero, y hago por no poder cuanto es posible; que si de nuevo el viejo anhelo llora, prueba que otro no soy, sino el primero, que ante mil cambios soy inconmovible. CXIX Una mujer aún más que el sol hermosa, de igual edad, y más de luz dotada, con beldad afamada, siendo yo acerbo, me arrastró a su hilera. Esta en palabras y obras (como cosa en verdad en el mundo inusitada), por una y otra estrada, siempre ante mí fue amable y altanera. Por ella dejé yo de ser el que era tras sus ojos de cerca haber sufrido; por ella había emprendido la fatigosa empresa precozmente: y así, si llego al fatigoso puerto, espero largamente vivir, cuando me tengan ya por muerto. Esta mujer me tuvo muchos años lleno de juvenil deseo ardiendo, tal como ahora comprendo, tan sólo por ponerme más a prueba, mostrándome su sombra, y velo y paños alguna vez, que el resto iba escondiendo; y yo, triste, creyendo ver mucho de ella, toda mi edad nueva gocé, y el gozo el recordar renueva, ya que un poco presente se me hace. Y poco tiempo-hace cual hasta entonces visto no la había se descubrió, y el corazón me ha helado; y así estará hasta el día en que sea por sus brazos abrazado. Mas no me lo han quitado miedo o hielo, porque mi corazón es tan osado que sus pies he besado por beber en sus ojos más dulzura; y ella me ha dicho, ya quitado el velo: «Ve cuán bella a tus ojos me he mostrado y, amigo, lo adecuado para tu edad pedirme ahora procura.» «Señora -dije-, mucho tiempo dura mi amor por vos, en el que estoy ardiendo. Y, si así estoy sintiendo, otro querer o desquerer no cabe.» Ella con voz tan dulce empezó a hablarme, y con rostro tan grave, que esperanza y temor siempre ha de darme. «Raro», me dijo, «fue en la humana turba aquel que oyendo hablar de mi valor un fuego en su interior no sintiera, aunque fuese brevemente; mas mi adversaria, que, ay, el bien perturba, lo apaga pronto, y muere así el honor y reina otro señor que promete un vivir más indolente. Amor me dice, pues abrió tu mente, cosas que verdad son, por las que veo que tu ardiente deseo de recibir honores te hará digno; y así tendrás de mi amistad un día a una mujer por signo, que a tus ojos dará más alegría.» Quise decir: «Posible no es tal cosa, y ella: «Oh, mira -y a un sitio oculto luego la vista alcé a su ruego a una que se ha mostrado a poca gente!» Pronto incliné la frente vergonzosa, que el corazón ardía en mayor fuego. Ella lo tomó a juego y «Veo dónde estás -dijo indulgente-, que lo mismo que el sol con luz potente hace pronto ocultarse a toda estrella, así es ya menos bella mi apariencia si luz más grande brilla. Mas no por eso de tu lado parto, que a ambas de una semilla, a ella antes, nos produjo el mismo parto.» El lazo de vergüenza iba rompiendo con que atada quedó la lengua mía cuando escarnio sufría porque mi pensamiento había leído; y dije: «Si lo que oigo bien entiendo, dichoso el padre, y sea bendito el día en que adorno os hacía del mundo, y cuanto yo os he perseguido; y si del buen camino me he salido, mucho me duele, y más de lo que muestro; pero si del ser vuestro soy digno de oír más, que habléis os ruego.» Se quedó pensativa, y con dulzura me miró, y dijo luego, mandando al corazón voz y hermosura: «Tal como a nuestro padre le placía para vida inmortal hemos nacido. ¿Mas de qué os ha valido? Más os valiera ser nuestra la falla. Bellas y amadas hemos sido un día, jóvenes y graciosas, y el olvido hace que hacia su nido, ambas alas moviendo, ésa se vaya; yo soy mi sombra. Y ya mi boca calla, que en poco tiempo mucho estás sabiendo.» Y dió un paso, diciendo: «No temas que me vaya de tu lado.» Y de verde laurel fui gentilmente por ella coronado, pues con sus manos lo ciñó a mi frente. Canción a quien te tenga por oscura di: No me apura porque pronto espero que lo que es verdadero otro mensaje hará más manifiesto. Que a despertar a otros he venido, si quien me impuso esto, al separarme de él, no me ha mentido. CXX Las pías rimas por las que he sabido de vuestro ingenio, y del cortés afecto, de tal modo han movido a mi intelecto que a coger esta pluma me han traído para deciros que aún no me ha mordido la que espero con todos, y al respecto digo que sin recelos, en efecto, hasta sus mismas puertas he corrido; luego me volví atrás, porque vi escrito sobre el umbral del pazo en que ella mora que mi final no estaba aún prescrito, si bien no leí allí el día y la hora. A que no me lloréis más os invito, y a mejor elegir al que se honora. CXXI Mira, Amor, a ésta que en sus verdes años de tu reino se mofa y de mis males, y está segura entre enemigos tales. Tú estás armado, y ella en trenza y paños está, y descalza, entre florida hierba, conmigo impía, y contra tí superba. Yo preso estoy; mas si piedad conserva tu arco firme, y acaso alguna flecha, de los dos, mi señor, sea venganza hecha. CXXII Diecisiete años ha girado el cielo desde que ardo, y jamás me he apagado; mas cuando pienso en mi presente estado en medio de las llamas siento un hielo. Cierto es el dicho, que uno cambia el pelo mas no el vicio; y si el cuerpo está cansado, no está el afecto humano atenuado: causa es la sombra del pesado velo. ¡Ay, triste!, ¿llegará el día dichoso en que, mirando huir a la edad mía, salga del fuego, libre ya de enojos? ¿Podré mirar cuanto desee un día ese aire dulce de su rostro hermoso y un sensato placer dar a mis ojos? CXXIII Aquel palidecer, que de amorosa niebla a la dulce risa recubría, con tal realeza al alma se ofrecía que a mi faz, en su busca, salió ansiosa. Entonces ví que igual que la gloriosa gente se mira, en tal guisa se abría la no por otros vista idea pía: mas yo la vi, que no miro a otra cosa. Todo angélico aspecto, o recatada acción de una mujer que amar consiente, no pueden compararse a lo que digo. Bajaba a tierra la gentil mirada, y creo que exclamaba, aunque silente: «¿Quién aleja de mí a mi fiel amigo?» CXXIV Amor, Fortuna, y mi conciencia, esquiva ante el presente, y vuelta hacia el pasado, tal me afligen, que a veces he envidiado a cuantos se hallan en la opuesta riba. Me acaba Amor, y de alivio me priva Fortuna, y mi conciencia un llanto airado y estólido destila; y, apenado, siempre conviene que llorando viva. No ha de volver el dulce tiempo ido, y el que viene traerá peor mudanza; y de mi curso ya he pasado medio. No de un diamante real, de uno fingido veo huir de mis manos la esperanza, y a mis designios, ay, partir por medio. CXXV Si éste que me destruye pensamiento pungente de un color adecuado se trajease, la que me quema y huye quizás sería ardiente, y Amor donde ahora duerme despertase; y tal vez no vagase tan solitario, yendo por campos y collados con los ojos mojados, si ardiera la que hielo está ahora siendo, aunque me deje luego sólo llamas y fuego. Como Amor me empereza y de ideas me despoja, al rudo verso dulce son no cubre: no siempre en la corteza la rama en flor, o en hoja, su natural virtud fuera descubre. Vean lo que el pecho encubre Amor y aquellos ojos cabe los que él se sienta. Que el dolor, si se ahuyenta, en llanto se desborda y en enojos: me daña aquél, y el llanto a ella, si bien no canto. Dulces rimas que he usado en el primer asalto de Amor, cuando otras armas no tenía, ¿por quién será quebrado mi pecho de basalto para que lo desahogue cual solía? Que hay dentro de él diría algo que a mi señora pinta, y quiere alabarla: luego, al querer cantarla no me basto, y morir creo a esa hora. ¡Ay de mí, que así ha huído el socorro atendido! Como al niño que prueba su lengua, cuando intenta hablar, porque el callar siempre le hastía, así el deseo me lleva a hablar, y a que me sienta, antes que muera, la enemiga mía. Si toda su alegría está en su rostro hermoso y es para el resto esquiva, óyelos verde riba, y a mis suspiros da un vuelo espacioso, y que siempre se diga que tú fuiste mi amiga. Sabes que no ha tocado tierra pie tan hermoso como aquel por el cual ya fuiste hollada: vuelve el pecho cuitado, y el flanco tormentoso, a que su pena sea por ti escuchada. Si tuvieses guardada alguna gentil huella entre flores y hierba, la vida mía acerba llorando buscaría descanso en ella. Mas cual puede se calma mi errante y dudosa alma. Cuanto mi vista observa me invita a estar sereno, pues pienso que su luz aquí ha llegado, y si una flor o hierba cojo, «En este terreno arraiga -digo- en que ella ha acostumbrado ir, entre río y prado; o un asiento se hacía fresco, florido y verde». Así, nada se pierde de todo ello, y saber más peor sería. Alma beata, ¿cuál eres, si a otro haces tal? ¡Oh pobrecilla mía, qué ruda eres! Creo que te percatas: quédate entre estas matas. CXXVI Fresca y dulce agua clara do la única a quien miro como a mujer ponía su hermosura; rama en la que apoyara (lo recuerdo y suspiro), como en una columna, su figura; hierba que por ventura su vestido cubría al par que al puro seno; aire sacro, sereno, do, al mirarme, al amor mi pecho abría: escuchad juntamente de mi discurso extremo el son doliente. Pero si es mi destino, y así lo quiere el cielo, que estos ojos Amor cierre llorando, a mi cuerpo mezquino dad vosotros consuelo, y mi alma hasta su hogar suba volando. Sea el morir más blando si llevo esta esperanza a ese dudoso paso: que el espíritu laso no hallará en otro puerto tal bonanza ni en más tranquila fosa dejaría su carne fatigosa. Tal vez llegue el instante en que al acostumbrado lugar torne la mansa fiera hermosa y, donde me ha mirado un día a mí sagrado, vuelva la vista alegre y deseosa de verme, y ¡triste cosa! tierra entre piedras viendo tan sólo, Amor la inspire de modo que suspire dulcemente, por mí merced pidiendo, y la obtenga del cielo secándose los ojos con el velo. Del ramaje bajaba (y es dulce a la memoria) lluvia de flor que el cuerpo le cubría; y ella sentada estaba, humilde en tanta gloria, y el amoroso nimbo la envolvía; una al manto caía, otra en las trenzas blondas, que oro pulido y perlas parecían al verlas; cuál se posaba en tierra, o en las ondas, o parecía, errando, «Reina aquí Amor», decir otra girando. Cuántas veces pensaba entonces, temeroso: «Sé que en el paraíso ésta ha nacido.» Sentí que me llenaba aquel porte glorioso -y el rostro y viva voz- de tanto olvido, que dije, dividido ya de la verdadera imagen, suspirando: «¿Cómo aquí vine, o cuándo?»; pues creí el sitio el cielo, y no el que era. Y amo tanto a este prado que paz, si no es en él, nunca he hallado. Si adornada tú fueses cual deseas, podrías audazmente salir del bosque, e irte con la gente. CXXVII Al sitio hacia el que Amor me va empujando debo volver las rimas lastimeras que son secuela de mi triste mente. ¿Cuáles últimas son, cuáles primeras? Quien de mi mal conmigo está tratando me hace dudar, pues dicta oscuramente. Mas, porque leo tan frecuentemente la historia, que su mano ha escrito en medio del corazón, de cuanto voy sufriendo, la diré; que diciendo doy tregua al llanto, y al dolor remedio. Y digo que, aunque viendo esté mil cosas varias con fijeza, sólo a una mujer veo, y su belleza. Desde que, despiadada, mi ventura del mayor de mis bienes me ha alejado, inexorable, áspera y superba, Amor con el recuerdo me ha salvado: y así, si veo en juvenil figura al mundo que se viste ya de hierba, ver me parece en esa edad acerba la bella joven, que es mujer ahora; luego que el sol asciende con más lumbre, la creo, por costumbre, llama de amor del corazón señora; pero si pesadumbre da aquél al día, al desandar camino, ya en sus días perfectos la imagino. Fronda en ramas, violetas en la tierra, mirando en la estación que el frío pierde, y es la estrella mejor más poderosa, tengo en los ojos el violeta y verde con que estaba al principio de mi guerra Amor armado, tanto que aún me acosa, y la suave corteza deliciosa que los jóvenes miembros envolvía donde hoy reside el ánima gentil que otro placer por vil me hace tener: pues veo todavía su humildad femenil en flor, la cual creció antes que los años y es la causa y consuelo de mis daños. Siempre que tierna nieve en los collados herida por el sol veo, y lejana, como el sol a la nieve Amor me trata: que, lejos, su belleza más que humana pone a mis ojos tiernos y mojados, y, cerca, los deslumbra y me maltrata: pues entre el oro y el color de plata únicamente a mí se está mostrando lo que por nadie contemplado ha sido; y el deseo encendido por ella, si sonríe suspirando, tanto me arde, que olvido nada le afecta, pues se vuelve eterno: sigue en verano y no muere en invierno. Tras la lluvia nocturna, mi mirada no vio en el aire claro estrella errante, y llamear entre el rocío y el hielo, sin que sus ojos viera en tal instante, que sostienen mi vida fatigada, como los vi a la sombra de su velo; y así como esplendor daban al cielo el día aquel, así los veo ahora, húmedos, centellear; y estoy ardiendo. Al sol naciente viendo, siento nacer la luz que me enamora, y cuando va cayendo creo ver que a otro sitio ella se aleja y tenebroso el que abandona deja. Si rosas blancas y otras encarnadas mi vista, en vaso de oro, cautivaron, por mano virginal recién cogidas, aquella faz mis ojos evocaron que vence a las delicias más preciadas con tres que en ella se hallan reunidas: el cuello y rubias trenzas esparcidas sobre sus más que lácteos blancores, y las mejillas que arden levemente. Si el aura de repente mueve las blancas y amarillas flores del campo, suavemente, contemplo el primer día en el que suelto vi su cabello, y vime en fuego envuelto. Contar una por una las estrellas y encerrar a los mares en un vaso tal vez creía yo cuando he pensado decir, pues mi papel resulta escaso, en qué sitios la bella de las bellas, estando en sí, su luz ha derramado para que nunca de ella esté apartado: no lo haré; que si algunas veces huyo, en cielo y tierra el paso me ha impedido, que a mis ojos ha sido siempre presente, mientras me destruyó. Y a ella estoy tan unido que otra no veo ni deseo ni amo, ni el nombre de otra suspirando llamo. Sabes, canción, que cuanto digo es nada respecto al amoroso pensamiento que día y noche oculto está en mi mente, por el que únicamente un consuelo en tan larga guerra siento: que por mi alma ausente y lejana morir podría llorando, mas voy con él la muerte retrasando. CXXVIII Italia mía, aunque el hablar sea vano a las llagas mortales de que tan lleno está tu cuerpo hermoso, quiero que mis suspiros sean cuales los espera el toscano Arno, y Tíber y el Po, do estoy lloroso. Y así, pedirte oso que la piedad que Te condujo a tierra Te haga a Tu almo país mirar con celo y veas, Rector del cielo, de qué leve razón cuán cruel guerra; y los pechos, que cierra Marte cruel y fiero, Tu mano ablande y abra; y sea yo mensajero de Tu verdad, diciendo mi palabra. Vosotros, a quien dio Fortuna el freno de las tierras preciadas que el alma a compasión no os han movido, ¿qué hacen aquí foráneas espadas? ¿Porque el verde terreno de la bárbara sangre esté teñido? Gran yerro el vuestro ha sido: mucho parecéis ver, muy poco viendo, que en corazón venal la fe buscáis, y cuantos más pagáis os están más contrarios envolviendo. ¡Diluvio que, viniendo de extranjeros desiertos, a nuestros dulces campos así anega! Si nuestros desaciertos esto nos traen, ¿quién a salvarse llega? Bien proveyó Natura a nuestro estado cuando hizo al Alpe escudo contra la ira tudesca destructora, pero el deseo ciego tanto pudo contra su bien, que ha dado al cuerpo sano sarna roedora; en una jaula ahora fieras salvajes y las mansas greyes se alojan, y el mejor más pena siente; y esto es de la simiente, por más dolor, de aquel pueblo sin leyes a cuya tropa y reyes Marco abrió el flanco un día, según se lee, y su obra no se olvida, que en el río bebía, más que el agua, la sangre allí vertida. Callo de César, el que en todo suelo la hierba enrojeciera con sus venas, do el hierro nuestro entraba. Que hace una mala estrella, se dijera, que nos deteste el cielo: culpa es vuestra, en quien tanto se esperaba. Vuestra discordia acaba del mundo por gastar la mejor parte. ¿Y qué culpa es, qué juicio o qué destino incordiar al vecino pobre, y la hacienda poca con mal arte vejar, y en otra parte buscar gente y sentir gozo porque alma y sangre vende a precio? Verdad quiero decir, no por odio hacia otros, ni desprecio. ¿No tanta prueba a comprender os mueve el bavárico engaño que con la muerte juega el dedo alzando? La vejación peor juzgo que el daño; mas vuestra sangre llueve más, puesto que otra ira os va empujando. Y si de vos pensando de maitines a tercia estáis un día, veréis que alzarlos es pensarse vil. Latina alma gentil, sacude el peso de esta carga impía y de la idolatría de un nombre sin esencia: que el vencer gente bárbara y astrosa a nuestra inteligencia pecado es nuestro, y no natural cosa. ¿No es ésta la primera tierra mía? ¿No es éste el nido mío donde criado fui tan dulcemente? ¿Y no es ésta la patria en que confío, madre benigna y pía que. cubre las cenizas de mi gente? Por Dios, esto la mente tal vez os mueva, y con piedad mirad las lágrimas del pueblo doloroso, que de vos el reposo después de Dios, espera; oh, sí, mostrad un signo de piedad, y fe contra furor se armará y vencerá en breve; que es cierto que el antiguo valor en los pechos itálicos no ha muerto. Ved, señores, que el tiempo vuela y muda, y ved cómo la vida huye, y cómo la muerte está negando. Aquí estáis, mas pensad en la partida: que el alma sola y nuda aquel sendero pisará dudando. Y, este valle pasando, plázcaos deponer el odio insano, viento contrario a la vida serena; y aquel que en pena ajena tiempo se gasta, en acto más humano, o de ingenio o de mano, en cualquier alabanza, en un estudio honesto se convierta, que así el gozo se alcanza y la senda del cielo se halla abierta. Canción, yo te amonesto que digas tus razones cortésmente porque te habrá de oír gente altanera y en las almas impera una costumbre antigua inconveniente y amiga de quien miente. Tú hallarás tu ventura en los pocos que al bien siguen amando. Diles: «¿Quién me asegura? ¡La paz, la paz, la paz! yo voy gritando.» CXXIX De monte en monte voy, de pensamiento en pensamiento, por Amor guiado, y cuantas rutas sé turban mi vida. Si en cuesta, arroyo y fuente hallo aislamiento, o en un valle entre lomas sombreado, allí se aquieta el ánima afligida; y si amor la convida ya ríe o llora, o teme o se asegura; y el rostro, que refleja siempre al alma, ya se inquieta o se calma, y en un estado poco tiempo dura; y quien supiera de esta vida el uso diría: «Este arde y siéntese confuso.» Por altos montes y en las selvas pruebo algún reposo, y es cualquier morada fiera enemiga de la vista mía. A cada paso un pensamiento nuevo de mi señora me hace que cambiada vea en gozo la pena que traía; y apenas yo querría ver mudarse esta vida amarga suave, pues me digo: «Tal vez te guarda Amor para un tiempo mejor y, viéndote tú vil, alguien te alabe.» Y en éstas cambio, y digo suspirando: «¿Podrá ser cierto? Pero ¿cómo y cuándo?» Donde da sombra un pino o un collado, en cualquier piedra pinta el pensamiento su bella faz, si acaso me detengo; y, vuelto en mí, y en lágrimas bañado de compasión, «¡Ay, triste», me lamento, «dónde he llegado y qué lejos te tengo!» Pero mientras mantengo en el primer pensar la mente inquieta y, olvidado de mí, su rostro veo, tan cerca al Amor creo que mi alma con su propio error se aquieta: y, al verla en tantos sitios tan hermosa, no quiero, si el error dura, otra cosa. Muchas veces (¿habrá quien creerlo pueda?) en aguas claras y en la hierba verde, o en un haya, la he visto igual que viva, y en blanca nube -que la misma Leda confesaría que su hija pierde como estrella a que el sol de su luz priva-. Y cuanto más esquiva es la parte en que me hallo, y más desierta, tanto más bella yo la voy haciendo. Después -la verdad viendo y el dulce error-, cual una piedra muerta, y helado, en una viva tomo asiento, igual que uno que escribe su lamento. Donde de otra montaña no ha podido dar la sombra en la cima más saliente llevarme suele mi deseo intenso; allí mis daños con los ojos mido y empiezo allí, llorando amargamente, a despejar la niebla que condenso; y en cuanto miro y pienso cuánto aire de su bella faz me aleja, que siempre está tan lejos y conmigo, en voz baja me digo: «¿Qué sabes, triste? Allí tal vez se queja ella porque estás lejos, y suspira.» Y cuando pienso así, mi alma respira. Canción, tras aquel alpe donde es alegre el aire y más sereno, tú me verás al pie de una corriente donde la aura se siente de un laurel odorífero y ameno. Quien roba mi alma allí con ella mora; que aquí mi imagen sola ves ahora. CXXX Pues de Merced cerrada está la vía, por la desesperada me he alejado de los ojos que, no sé por cuál hado, guardan el galardón de la fe mía. Nacido para el llanto, no querría sino de llanto el pecho ser cebado: y no me duelo, porque en tal estado llorar es dulce más que se creería. Y tan sólo a una imagen me resigno, no hecha por Praxiteles ni por Fídia, mas por mejor maestro, y más condigno. ¿Qué Escitia me asegura, o qué Numidia, si, aún no saciada de mi exilio indigno, así escondido vuelve a hallarme Envidia? CXXXI Yo haría un canto de amor tan diferente que al durísimo pecho le arrancara mil suspiros al día, y que incendiara altos deseos en la fría mente; y vería cambiar frecuentemente, haciéndola llorar, la bella cara, como al que en pena ajena al fin repara y de su error ya tarde se arrepiente; y que las rojas rosas en la nieve el aura mueve, y ver un marfil deja que vuelve mármol a quien lo ha mirado; y todo aquello que en la vida breve más me impulsa a gloriarme que a la queja: pues la edad más tardía he alcanzado. CXXXII Si no es amor, ¿qué es esto que yo siento? Mas si es amor, por Dios, ¿qué cosa y cuál? Si es buena, ¿por qué es áspera y mortal? Si mala, ¿por qué es dulce su tormento? Si ardo por gusto, ¿por qué me lamento? Si a mi pesar, ¿qué vale un llanto tal? Oh viva muerte, oh deleitoso mal, ¿por qué puedes en mí, si no consiento? Y si consiento, error grave es quejarme. Entre contrarios vientos va mi nave -que en altamar me encuentro sin gobiernotan leve de saber, de error tan grave, que no sé lo que quiero aconsejarme y, si tiemblo en verano, ardo en invierno. CXXXIII Como blanco a saeta Amor me ha puesto, como al sol nieve, como cera al fuego, y niebla al viento: y aunque ronco os ruego, vos, mi señora, no hacéis caso de esto. Golpe mortal de vuestros ojos presto partió, y tiempo y lugar no valió luego; de vos procede, y os parece un juego, el fuego y viento y sol a mí funesto. El rostro es sol, saeta el pensamiento, fuego el deseo: Amor viene a hostigarme y con estas tres armas me destruye; y el angélico canto, y el acento, y el dulce aliento, lejos de salvarme, son la aura ante la cual mi vida huye. CXXXIV Paz no encuentro, y no tengo armas de guerra; temo y espero; ardiendo, estoy helado; vuelo hasta el cielo, pero yazgo en tierra; no estrecho nada, al mundo así abrazado. Quien me aprisiona no me abre ni cierra, por suyo no me da, ni me ha soltado; y no me mata Amor ni me deshierra, ni quiere verme vivo ni acabado. Sin lengua ni ojos veo y voy gritando; auxilio pido, y en morir me empeño; me odio a mí mismo, y alguien me enamora. Me nutro de dolor, río llorando; muerte y vida de igual modo desdeño: en este estado me tenéis, señora. CXXXV La más distinta y nueva cosa que hubo jamás en otro clima a mí, si bien se estima, más se asemeja: Amor esto me hace. Allá donde el sol nace vuela un ave soltera de tal suerte que de querida muerte renace, y toda en vida se renueva. Vida igual sólo lleva mi querer, pues así sobre la cima de su alto pensamiento al sol se vuelve, lo mismo se disuelve y de nuevo la vida así lo anima: arde y muere, y con fuerzas deja el fuego para luego de ser Fénix dar prueba. Una piedra se cita que, en el índico mar, de tal manera atrae al hierro, que de la madera lo arranca y echa a pique el bastimento. Esto entre olas yo siento de amargo llanto; que el escollo amado con su orgullo ha llevado al naufragio a mi vida ya marchita: así sus armas quita al corazón (que cosa dura era y me mantuvo, y ahora anda esparcido) la piedra que ha atraído carne y no hierro. ¡Oh suerte traicionera: que, siendo carne, arrástrame a la riba aquella viva piedra calamita! Al extremo Occidente muestra su mansedumbre y dulce encanto una fiera, mas llanto muerte y dolor dentro en sus ojos tiene: avisado conviene que hacia ella quien la ve la vista gire; quien sus ojos no mire lo demás puede ver tranquilamente. Mas yo, incauto y doliente, corro siempre a mi mal, y sé bien cuánto sufro y sufrir espero; pero, luego, el querer sordo y ciego tanto puede, que el bello rostro santo y los ojos sin par harán que muera por esta fiera angélica inocente. Surge en el mediodía la fuente a la que el sol su nombre ha dado: de modo desusado, suele de noche hervir, de día helarse; pues más suele enfriarse cuanto más sube el sol y el calor crece. Y esto a mí me acontece, que es fuente de dolor el alma mía: y cuando se desvía la que es sol para mí, y estoy privado de mi luz, y en la oscura noche lloro, suelo arder; mas si el oro veo y los rayos de mi sol amado, por dentro y fuera empiezo a transformarme y a congelarme: así mi alma se enfría. Tiene Epiro otra fuente que, siendo de agua fría -escriben de ella-, si un candil no destella, lo enciende, pero apaga al encendido. Mi pecho, que ofendido no estaba aún por amoroso fuego, al acercarse luego a esa fría, que al llanto hace que aumente, se incendió: y tan hirviente martirio nunca han visto sol ni estrella, que a un corazón de piedra ablandaría; pues cuando mi alma ardía apagóla virtud helada y bella. Mi corazón así apaga y enciende: mi alma lo entiende y justa ira siente. Lejos de este mar -leo en las famosas islas de Fortuna dos fuentes hay: quien de una de ellas bebe, riendo alegre muere; si en la otra beber quiere, se salva. Así es mi suerte: que riendo moriría, no siendo, ay, por mi doloroso clamoreo. Pues mi guía te creo, Amor, hacia una fama oculta y bruna, callemos de esta fuente siempre llena, que con más ancha vena vemos cuando con Tauro el sol se aduna; que así mis ojos lloran todo el tiempo, y más al tiempo en que a mi dama veo. Canción, si, impertinente, alguien me espía, dile: «Se halla junto al peñón en que el río Sorga surge; y nadie le ve ni urge sino Amor, que jamás le deja un punto, y la imagen fatal que le destruye, puesto que huye del resto de la gente.» CXXXVI Fuego del cielo entre tus trenzas llueva, malvada, que del río y de la encina llegaste a rica y grande, a la mezquina gente robando: así obrar mal te prueba; nido de la traición eres, y cueva de cuanto mal al mundo de hoy inquina, sierva del vino, el lecho y la cocina, en que Lujuria su potencia prueba.. Por tus salas, la joven junto al viejo va triscando, y el Diablo anda ocupado con el fuelle y el fuego y el espejo. No a la sombra entre plumas te has criado, sino descalza, al aire tu pellejo; y ahora tu hedor a Dios habrá llegado. CXXXVII Colmado ha el saco Babilonia avara de la ira de Dios, y está estallando de vicios: que, a Minerva y Jove odiando, por Venus y por Baco se declara. Justicia espero y me consumo; y para ella un sultán estoy vaticinando que hará una sede única, no cuando yo quisiera, en Bagdad para su tiara. Sus ídolos habrán de desplomarse con torres de los cielos enemigas, y a los torreros se verá quemarse. Las almas bellas, de virtud amigas, guiarán al mundo, y lo verán llenarse de antiguas obras y áureas espigas. CXXXVIII ¡Oh fuente de dolor, albergue de ira, de error escuela y templo de herejía! Roma ya fuiste, Babilonia impía por quien tanto se llora y se suspira. ¡Oh prisión dura, fragua de mentira, donde el bien muere, donde el mal se cría! ¡Oh infierno en vida, gran pasmo sería ver que Cristo contigo no se aíra! En fiel pobreza y castidad nacida, contra quien te fundó tú alzas los cuernos. ¿En quién esperas, puta descarada? ¿En tu adulterio? ¿En plata mal habida? Ya Constantino no volverá a vernos; mas tome al mundo triste por morada. CXXXIX Cuando hacia vos con más deseo expando las alas, oh amistoso grupo bueno, con más liga Fortuna pone un freno a mi vuelo, y me obliga a andar errando. El corazón, que a su pesar os mando, siempre tenéis en ese valle ameno, donde al mar más la tierra estrecha el seno, del que anteayer yo me alejé llorando. Si hacia la izquierda voy, él bien camina; va él con Amor, y yo me voy forzado; yo hacia Egipto, pero él a Palestina. Mas la paciencia alivia al apenado, pues la larga costumbre determina un vernos juntos corto y poco usado. CXL Amor, que vive en mi alma y la domeña y en mi pecho su sede mayor tiene, armado a veces a la frente viene, se instala allí, y allí planta su enseña. La que a amar y a sufrir a mí me enseña, y quiere que el deseo ardiente frene con respeto y razón -que así conviene-, porque me muestro osado me desdeña. Y Amor huye hacia el pecho, temeroso, toda empresa abandona y tiembla y llora, y no asoma, escondido y silencioso. ¿Qué más haré, si es mi señor medroso, que estar con él hasta la extrema hora? Quien muere amando tiene un fin dichoso. CXLI Lo mismo que en verano volar suele la polilla a la luz acostumbrada hacia unos ojos cuya luz le agrada, por lo que, cuando muere, otro se duele; así mi sol fatal me hace que vuele hacia la dulce luz de su mirada; pues quiere Amor, al que cordura enfada, que a quien discierna venza quien anhele. Bien sé de su esquivez y su recelo, por los que moriré indudablemente, pues no domino a mi angustioso anhelo; mas me encandila Amor tan suavemente que lloro ajeno enfado, y no mi duelo; y el alma, ciega, en perecer consiente. CXLII Hacia la sombra de las bellas frondas yo corrí, huyendo de implacable luz que me abrasaba desde el tercio cielo. Ya libraba de nieve a los collados la aura amorosa que renueva al tiempo, y florecían ya hierbas y ramas. No ha visto el mundo tan graciosas ramas, ni el viento movió ya tan verdes frondas, cual las que me mostró aquel primer tiempo: tal que, temiendo yo la ardiente luz, sombra no quise ya de los collados, sino del árbol que es más grato al cielo. Un laurel defendióme de aquel cielo, por lo que, deseoso de sus ramas, mucho he ido por selvas y collados; pero nunca encontré tronco ni frondas que tanto honrase la suprema luz que no cambiara su virtud el tiempo. Más firme cada vez de tiempo en tiempo, yendo hacia do sentí llamarme al cielo, y guiado por suave y clara luz, volví devoto a las primeras ramas cuando en tierra esparcidas son las frondas y cuando al sol son verdes los collados. Campos, ríos, selvas, piedras y collados, cuanto es creado, vence y cambia el tiempo: por lo que yo perdón pido a estas frondas si, tras haber girado mucho el cielo, quise evitar las enviscadas ramas tan pronto como pude ver la luz. Tanto al principio amé la dulce luz que con gusto pasé grandes collados para arrimarme a las amantes ramas: ahora la vida breve, y sitio y tiempo, muéstranme otro camino de ir al cielo y frutos dar, no sólo flor y frondas. Otro amor, otras frondas y otra luz, otro ir al cielo por otros collados, busco, porque ya es tiempo, y otras ramas. CXLIII Cuando os escucho hablar tan dulcemente como Amor a sus fieles les instila, tanto el deseo ardiente se encandila que inflamaría a la difunta gente. Entonces a mi dama hallo presente doquiera ya me fue dulce o tranquila y con suspiros, no con otra esquila, me despertaba tan frecuentemente. Con el cabello al aura desatado, volver la veo: al corazón tan bella regresa porque viene con su llave. Mas el fuerte placer, atravesado en mi lengua, de qué modo está ella dentro de mí mostrar claro no sabe. CXLIV Ni al sol jamás tan bello vi elevarse en un cielo de niebla despejado, ni al arcoiris, cuando ya ha escampado, con tan varios colores adornarse, en cuantos llameando vi cambiarse, el día que de Amor tomé el recado, al rostro al cual -y no soy extremadonada que sea mortal puede igualarse. Vi que los ojos el Amor volvía tan suaves, que cualquiera vista oscura desde entonces acá ya me parece. Sennuccio, el arco vi cómo tendía, tal que mi vida ya no fue segura, y el deseo de verlo en ella crece. CXLV Ponme do mata el sol flores y hierba o allí donde lo vencen hielo y nieve; ponme donde su carro es tibio y leve, do está quien nos lo da y nos lo conserva; ponme en fortuna humilde o bien superba, donde el cielo está claro, donde llueve; ponme en la noche, en día largo y breve, en la edad más madura o en la acerba; ponme en el cielo, en el abismo, en tierra, en alto cerro, en valle hondo y palustre, alma que es libre, o que su cuerpo encierra, ponme con fama oscura, o con ilustre: seré cual fui, proseguiré mi guerra, continuando el suspirar trilustre. CXLVI Oh de ardiente virtud engalanada alma gentil, por la que escribo tanto, oh de la honestidad albergue santo, firme torre en valor alto fundada, oh llama nívea, cuesta salpicada de rosas, do me espejo y me abrillanto, oh placer por quien yo el vuelo levanto hacia el rostro de luz más extremada: vuestro nombre, de andar tanto camino mis rimas, llenaría Tule y Batro, el Don, el Nilo, Atlas, Olimpo y Calpe. Mas si del mundo no se oye en las cuatro partes, lo oirá el país que el Apenino divide, y lo circunda el mar y el Alpe. CXLVII Cuando el querer, que con sus dos ardientes espuelas y su freno cruel me rige, por contentar al pecho que así aflige, viola a veces sus leyes inclementes, halla a quien el temor y los candentes deseos en la frente lee y colige y ve a Amor, que su empresa audaz dirige en los ojos turbados y pungentes. Y, como aquel que el golpe está temiendo de Jove airado, atrás se echa al instante: que el gran temor al gran deseo frena. Mas al frío llamear, que transluciendo igual que un vidrio está el alma anhelante, su visión dulce a veces lo serena. CXLVIII Po, Arno, Tesino, Varo, Adigio y Tebro, Eufrates, Tigris, Nilo, Hermo, Indo y Era, Ródano, Sena, Alfeo y la mar fiera, Rin, Danubio, Albia, Ganges, Don y el Ebro, y yedra, abeto, pino, haya o enebro no pueden mitigar en mí la hoguera cual la corriente que es mi compañera de lágrimas, y el árbol que celebro. Sólo esta ayuda encuentro en los asaltos de Amor, y es fuerza, pues, que armado viva la vida que transcurre a grandes saltos. Crezca el verde laurel en fresca riba, y aquél que lo plantó conceptos altos bajo su sombra al son del agua escriba. CXLIX A veces se me muestra menos dura la angélica figura y risa clara y el aura de su cara y de sus ojos es menos oscura. ¿Qué hace conmigo aquí tanto suspiro que engendraba el dolor, mostrando al exterior mi despechada y angustiada vida? Si hacia el lugar aquel el rostro giro por sentirme mejor, ver me parece a Amor por quien mi causa ahora es sostenida: mas no veo la guerra concluida ni al corazón ya serenado veo, que más arde el deseo cuanto más la Aperanza me asegura. CL -¿Qué piensas, alma?, ¿habrá paz o batalla? ¿habrá tregua?, ¿o será el guerrear eterno? -Qué ha de ser de nosotros no discierno, mas sí que en nuestro mal placer no halla. -Nos vuelve, con su vista que avasalla, hielo en verano y fuego en el invierno. -Ella no, quien ejerce su gobierno. -¿Qué nos importa, si ella lo ve y calla? -Calla a veces la lengua y se lamenta el corazón, y allí donde no es vista llora, aunque muestre el rostro sosegado. -Para aplacar la mente esto no cuenta, pues en ella el dolor sigue y se enquista; que no cree en la esperanza el desgraciado. CLI Nunca de oscura tempestad marina huyó al puerto el barquero fatigado cual yo del pensamiento alborotado huyo a donde el deseo más me inclina. Ni venció a ojos mortales luz divina como a mi vista el rayo despiadado del blanco y negro suave y delicado en que su dardo Amor dora y afina. No ciego, con la aljaba yo le veo; nudo cuanto vergüenza no le vela; garzón con alas, no pintado: vivo. Me muestra desde allí lo que a otros cela: . punto por punto en esos ojos leo cuanto digo de Amor, y cuanto escribo. CLII La mansa fiera, alma de tigre o de osa, con rostro humano y forma de ángel viene, y entre el gozo y el llanto me mantiene y hace a mi suerte parecer dudosa. Si no me acoge o libra presurosa, mas, como suele, en duda a mi alma tiene, hará que este veneno el pecho llene y acabe, Amor, mi vida dolorosa. No puede ya mi ánimo cansado tantos cambios sufrir, que hacen que quede a un tiempo al rojo vivo y congelado; que si huir un descanso no concede, pues me hallo cada vez más acabado, no podrá nada quien morir no puede CLIII Igneos suspiros, id al pecho frío y el hielo abrid que con Piedad contiende y, si al ruego mortal el cielo atiende, muerte o merced acabe el dolor mío. Id, pensamientos dulces, que os envío a decir lo que, al no verlo, no entiende: si el sino o su aspereza nos ofende, no esperanza tendremos, ni extravío. Decir podéis, quizá no propiamente, cuán inquieto y cuán hosco es nuestro estado, cuando ella en paz está serenamente. Id seguros, que Amor va a vuestro lado; que tal vez sea Fortuna más clemente, si de mi sol el gesto he descifrado. CLIV Los cielos y la tierra han puesto a prueba todo su arte y cuidado en la luz pura que es espejo del sol y de Natura, si aquél a lo demás ventaja lleva. La obra es tan noble, tan graciosa y nueva, que la vista mortal no está segura: que en los ojos su gracia y su dulzura se diría que Amor hace que llueva. El aire, por sus rayos conmovido, de dulce honestidad queda inflamado, y es el decir, y hasta el pensar, vencido. Deseo bajo allí no es despertado, mas de honor y virtud: ¿y cuándo ha sido vil querer por beldad suma apagado? CLV No fueron Julio y Jove tan, movidos, éste a empuñar el rayo, aquél la espada, que no viese Piedad su ira calmada, de sus armas los dos desposeídos. Lloraba mi señora, y sus gemidos quiso Amor que escuchase, y que embargada viese de anhelo a mi alma, y apenada, y a mi médula y huesos removidos. El dulce llanto Amor quiso pintarme; aún más: quiso en el pecho aquellos suaves dichos, como en diamante, cincelarme, donde con fuertes e ingeniosas llaves vuelve a menudo, y es para arrancarme lágrimas pocas y suspiros graves. CLVI Angélicas costumbres vi en el suelo y una celeste y única hermosura, cuyo recuerdo es gozo y amargura, pues entre sombras y humo me desvelo. Dos bellas luces vi llorar con duelo, que a la lumbre del sol hacen oscura, y oí cosas que al Tíber, por ventura, harían parar, y andar al Mongibelo. Cordura, Amor, Dolor y Cortesía tan bien armonizaba su lamento que nunca el mundo oyó tal armonía; y el cielo estaba a ella tan atento que en las ramas ni una hoja se movía, pues su dulzura saturaba al viento. CLVII El día aquel, si amargo, siempre honrado, tanto en mi alma estampó su imagen viva que estilo y juicio no hay que lo describa, aunque mil veces lo haya recordado. El porte, de gentil piedad ornado, su dulce queja, amarga y expresiva, hacían dudar si era mujer o diva la que así al cielo había serenado. Oro el cabello, el rostro nieve ardiente, cejas de ébano y ojos como estrellas donde no en vano Amor su arco tensaba; y, entre perlas y rosas, el pungente dolor formaba ardientes voces bellas: cristal llorando, llamas suspiraba. CLVIII Doquiera que mis tristes ojos lleve por sentir a mi anhelo serenado, hallo a quien una dama allí ha pintado para que mi deseo se renueve. Alta piedad que al fiel pecho conmueve dice su sufrimiento delicado: a oído y vista finge el venerado suspirar, y la voz viviente mueve. Con Amor y Verdad, juzgué que aquellas eran bellezas que jamás se vieron, porque no tienen par, so las estrellas. Ni tan piadosos términos se oyeron, y tan dulces, ni lágrimas tan bellas de ojos tan bellos bajo el sol salieron. CLIX ¿En qué parte del cielo y en qué idea se encontraba el ejemplo en que Natura tomó el rostro gentil con que procura que cuanto puede arriba aquí se vea? ¿Qué ninfa en fuente, en qué selva una dea, al aire un oro dio de tal finura? ¿Cuándo un pecho acogió virtud tan pura, aunque culpable de mi muerte sea? Por ver beldad divina en vano mira quien los ojos no vio que, suavemente, hacia quien la contempla a veces gira: ni cuán duro es Amor, y cuán clemente, sabe quien nunca vio cómo suspira, y cómo ríe y habla dulcemente. CLX A Amor y a mí tan admirados deja como a quien mira una increíble cosa la que, cuando habla o ríe jubilosa, a ninguna sino a ella se asemeja. Bajo su sosegada sobreceja dan mis estrellas luz tan candorosa, que otra no inflama y guía a la ardorosa alma que altos amores se aconseja. ¡Qué milagro cuando ella entre la hierba está como una flor, o está oprimiendo una mata su seno inmaculado! ¡Y qué dulzura, en la estación acerba, ver cómo, pensativa, le está haciendo una guirnalda al terso oro rizado! CLXI ¡Oh pasos vanos, oh ideas vehementes, oh memoria tenaz, oh fiero ardor, oh débil pecho, oh afán arrollador, oh mis ojos, que más que ojos sois fuentes! ¡Oh fronda, honor de las famosas frentes, oh del valor gemelo único honor! ¡Oh fatigada vida, oh dulce error, que me empujáis tan lejos de las gentes! ¡Oh bello rostro a quien, para que pueda excitarme y frenarme, espuela y brida ha dado Amor, y resistir no vale! ¡Oh almas gentiles, si es que alguna queda, y vos, sombras y polvo ya sin vida, paraos a ver si hay mal que al mío iguale! CLXII ¡Flores felices, biennacidas hierbas que, pensativa, pisa mi señora; campo que oyes su voz cautivadora y de sus bellos pies huellas conservas; arbustillos de frondas aún acerbas, violetas cuyo tinte me enamora, umbrosas selvas, que os mostráis ahora, llenas de sol, más altas y superbas; oh sitio ameno, oh río de agua pura que le bañas la faz, y de su vista tomas la viva luz que es tu hermosura; yo envidio que de honesto amor os vista! No habrá en vosotros una piedra dura que a arder entre mis llamas se resista. CLXIII Amor, que mi alma ves y me has guiado por un camino duro e inclemente, pon la vista en el fondo de mi mente, donde ves lo que a todos he ocultado. Bien sabes, tras de ti, cuánto he penado, mas surges ante mí constantemente, día a día, y en monte y en pendiente, y no ves que el sendero es empinado. La dulce luz de lejos estoy viendo y a ella me empujas por fragosa vía, mas volar como tú jamás entiendo. Contenta dejarás al ansia mía si, aunque de desear estoy muriendo, no le disgusta a ella mi agonía. CLXIV La Noche a cielo y tierra callar hace, y al viento, y fieras y aves encadena, que en su carro estrellado va serena, y en su lecho la mar sin olas yace. Veo, ardo y lloro; y la que me deshace está ante mí por darme dulce pena: guerra es mi estado, de ira y dolor llena, y evocarla es la paz que me complace. Así sólo una clara fuente viva mana el dulzor y la amargura mía, que herida y cura vienen de una mano; mi sufrimiento a puerto nunca arriba, y muero y nazco mil veces al día, tanto de mi salud me hallo lejano. CLXV Cuando el cándido pie en el fresco prado el dulce paso honestamente mueve, virtud que yema y flor abra y renueve parece de su planta haber brotado. Amor, que al cortés pecho tiene atado, sin que su fuerza en otro sitio pruebe, de esos ojos placer tan dulce llueve que de otro bien no quiero ser cebado. Y con el modo de ir va armonizando el dulce hablar y la mirada suave, y el porte lento, decoroso y blando. Con estas cuatro llamas prender sabe el fuego en el que yo me voy quemando, que al sol estoy igual que nocturna ave. CLXVI Si me hubiese quedado en la espelunca en la que Apolo se volvió profeta, tal vez tendría Florencia su poeta, no sólo Mantua, Verona y Aurunca; mas como mi terreno no se enjunca con humor de tal piedra, otro planeta seguir conviene, y que en mi campo meta, para segar abrojos, la hoz adunca. Seca la oliva, hacia otra parte mueve Parnaso el agua que hacia ella iba y la mantuvo un tiempo en flor y viva. Mi desventura, o culpa, así me priva de buen fruto, si a Jove no conmueve y sobre mí su inspiración no llueve. CLXVII Cuando Amor su mirada a tierra inclina y acoge en un suspiro el bello aliento con sus manos, y luego su voz siento, clara, apacible, angelical, divina, un dulce rapto al corazón domina y digo -así me cambia el pensamiento-: «Sea su despojo este último momento, si tan fiel muerte el cielo me destina.» Y el dulce son que a mis sentidos ata, porque al oír se siente afortunada, al alma, a partir presta, luego frena. Así vivo, y así liga y desata el hilo de la vida que me es dada la única que del cielo aquí es sirena. CLXVIII Tráeme Amor un recado lisonjero, que secretario nuestro siempre ha sido: me consuela y se muestra decidido a lo que, deseoso, tanto espero. Yo, que, a veces, por falso y embustero y por veraz, a veces, le he tenido, entre creerle y no estoy suspendido, porque ni el sí ni el no me suena entero. En éstas pasa el tiempo: en el espejo me veo andar hacia la edad opuesta a lo que me promete y tanto ansío. No sólo yo me estoy poniendo viejo, mas mi deseo igual se manifiesta y en mi ya breves días no confío. CLXIX Lleno de un dulce afán que me desvía de los demás, huir del mundo suelo, y de mí mismo con frecuencia vuelo buscando a la que huir me convendría; y la veo pasar dulce e impía, tanto que el alma tiembla y alza el vuelo, porque armados suspiros guía el celo de la enemiga del Amor y mía. Cierto es que, si no yerro, he percibido un claro rayo en su nublada frente, que calma en parte al pecho doloroso: retengo al alma y, ya que he decidido descubrirle mis males claramente, tanto he de hablar que comenzar no oso. CLXX Muchas veces, tan bello rostro humano me anima, y a la fiel escolta mía, a asaltar con honesta cortesía a mi enemiga, y con discurso llano. Mi pensamiento hacen sus ojos vano, pues mi buena fortuna o suerte impía, mi bien, mi mal, mi vida y mi agonía, el que lo puede hacer puso en su mano. Por lo que nunca puedo decir nada que por otro que yo sea entendido: así me ha vuelto Amor flojo y cobarde. Y veo que un amor tan encendido me ata la lengua y luego me anonada: pues quien su ardor explica, poco arde. CLXXI Los brazos sin razón me están matando a que Amor me ha entregado, y si me duelo crece el dolor; por eso, como suelo, es mejor que me calle y muera amando: que ésta podría al Rin, cuando está helando, romper escollos e incendiar el hielo; y a sus gracias su orgullo es paralelo y le disgusta ver a otro gozando. Yo, con mi ingenio, no puedo hacer mella en el diamante de su pecho duro, que lo demás es mármol que respira: ni con sus mil desdenes podrá ella quitarle, ni aunque muestre el aire oscuro, la esperanza a mi pecho que suspira. CLXXII Oh Envidia, de virtudes enemiga, que tan bellos comienzos impugnaste, ¿por qué sendero silenciosa entraste en el propicio pecho de mi amiga? Has arrancado de raíz la espiga de mi salud: si amante la mostraste a mis ruegos, ¿con qué artes la cambiaste que así me odia, y mi casto amor castiga? Pero, aunque con su obrar agrio e impío, de mi bien llore y de mi llanto ría, no ha de cambiar ni un pensamiento mío; no, aunque me mate mil veces al día, de mi esperanza hará menguar el brío: si ella me espanta, a Amor tengo por guía. CLXXIII De sus ojos mirando el sol sereno, donde está quien los míos pinta y baña, al corazón ya el alma no acompaña por ir en busca de su edén terreno. Luego, hallando de miel y acíbar lleno cuanto teje este mundo, obra de araña ve, y se queja de Amor y de su saña, y de su ardiente espuela y duro freno. Entre extremos mezclados y contrarios, ya su deseo helado, ya encendido, queda el alma entre mísera y feliz: más que alegre, está el pecho acongojado y de su ardiente empresa arrepentido, pues tal fruto procura tal raíz. CLXXIV Bajo estrella cruel (si tiene el cielo poder en nuestra suerte) yo he nacido; cruel la cuna fue donde he dormido, y el que mi pie pisó fue cruel suelo; y de una cruel dama yo me duelo cuyos crueles ojos me han herido: por lo que, lejos de callar, te pido, Amor, que sea tal arma mi consuelo. Mas de mis penas tú te estás burlando: ella no, porque no son aún más duras, pues de dardo, y no lanza, el dolor siento. Mas me alivia por ella estar penando y no gozando de otra; y me lo juras por tus saetas de oro, y yo consiento. CLXXV Cuando el tiempo y lugar me represento en donde me perdí, y el nudo amado con que Amor de tal forma me ha ligado que amargo es dulce, y llanto esparcimento, soy mecha y yesca, y fuego dentro siento, pues siempre su sollozo delicado oigo, y gozo sintiéndome inflamado, y de ello vivo, a nada más atento. El solo sol que ante mi vista esplende aún me calienta con su lumbre cara en la tarde, como hace tanto tiempo; y me alumbra de lejos y me enciende tanto, que la memoria firme y clara me muestra el nudo aquel, y el sitio y tiempo. CLXXVI Por los salvajes bosques arriesgados y, aunque con gente armada he de cruzarme, voy tranquilo, pues no pueden turbarme más que unos ojos por Amor armados. Cantando voy (¡oh afectos alocados!) a quien ni el cielo puede arrebatarme: va en mis ojos, y suelo figurarme ver su compaña, y son los arbolados. Creo oirla, y del aire oigo el rumor en las frondas, del pájaro el lamento, y al agua huyendo entre la hierba verde. Nunca un silencio, un solitario horror de umbrosa selva dióme tal contento: si no es porque mi sol lejos se pierde. CLXXVII Mil arroyos y cuestas en un día mostróme Amor por la famosa Ardena, que pies y corazón de plumas llena, para ir al tercer cielo, a quienes guía. Pasar sin armas donde Marte hería sin avisar fortuna juzgo buena, pues cual nao sin timón y sin entena, lleno de ideas tristes, me sentía. Llegado al fin de la jornada oscura, de dó vengo, y con qué alas, recordando, siento de tanto ardor nacer pavura. Pero el bello país que estoy pisando, y su río, me acoge y me asegura el pecho, que a su luz' ya estoy mirando. CLXXVIII Amor a un tiempo me espolea y frena, me asegura y me espanta, arde y enfría, mima y desdeña, llama y se desvía, ora me da esperanza y ora pena, y me eleva o me arrastra, y me encadena donde el vago deseo se extravía, y su sumo placer es agonía, ¡de error tan singular mi alma está llena! Muéstrale un pensamiento amigo el vado, no de agua que en los ojos se deshace, para ir a donde espera estar contenta; pero fuerza mayor volverse la hace, y que por otra vía, y no de grado, su larga muerte, y mía, ella consienta. CLXXIX Geri, cuando por mí se enciende en ira mi enemiga, tan dulce y altanera, siento un consuelo que hace que no muera, y por cuya virtud mi alma respira. Si desdeñosa hacia otra parte mira (¿es que privar de luz mi vida espera?), muéstranle una humildad tan verdadera mis ojos, que el desdén luego retira Si así no fuera, no diversamente a verla iría que al rostro de Medusa, que hacía volverse mármol a la gente. Lo mismo has de hacer tú: que veo exclusa otra ayuda, y huir no es pertinente de las veloces alas que Amor usa. CLXXX Po, bien puedes llevarte mi envoltura con tu fuerte corriente apresurada, pero al alma que dentro está encerrada la tuya ni otra fuerza no la apura; que a su deseo va por la segura aura, sin un bandazo ni una orzada, volando hacia la fronda de oro amada, y más que remo y vela se apresura. Rey de los otros y soberbio río que al sol encuentras cuando nace el día y en el poniente dejas al sol mío, sobre tu cuerno va la carne mía y, con plumas de amor, vuela con brío el resto a donde habita su alegría. CLXXXI Amor tejió una red encantadora, de oro y de perlas hecha, bajo un ramo del árbol siempre verde que tanto amo, aunque a su sombra el alma triste llora. Su semilla, que amarga y enamora, sembró y recoge, y yo tiemblo y me inflamo; nunca tan suave y plácido reclamo se escuchó desde Adán hasta esta hora. La luz que al sol había oscurecido lucía en torno, y el cordel tenía la mano que a la nieve ha derrotado. Así caí en la red, pues me han cogido el angélico hablar, la cortesía y el desear y estar esperanzado. CLXXXII Amor, que al corazón da ardiente celo, con helado temor lo tiene atado, y dudo qué es mayor en tal estado: la esperanza, el temor, la llama, el hielo. Tiemblo en verano, y bajo el frío cielo ardo, y es mi anhelar desconfiado, como si un hombre fuese disfrazado con traje de mujer, o bajo un velo. De éstas, la primer pena me lastima, pues ardo siempre, y a entender no llego el dulce mal, ni cabe en verso o rima; mas la otra no, que es tal mi bello fuego que iguala a todos; de su luz por cima quien volar piensa, en vano vuela luego. CLXXXIII Si el suave hablar y la gentil mirada me matan cuando mira de esta suerte, y si Amor sobre mí la hace tan fuerte, sólo con que hable, o ría sosegada, ¡ay, triste!, ¿qué será cuando apartada, o por mí culpa o por perversa suerte, tenga la vista de Merced, y a muerte me reto mientras hoy mi paz le agrada? Pero si tiemblo -el corazón heladocuando veo cambiada su figura, tal temor desde antiguo está probado. Mujer es cosa móvil por natura: y yo sé bien que un amoroso estado en pecho femenil muy poco dura. CLXXXIV Natura, Amor y el alma pudorosa do toda alta virtud vive reinando contra mí están: su estilo practicando, porque del todo muera, Amor me acosa. Soportar un esfuerzo jamás osa la que Natura está sin fuerza atando, que ella se esquiva siempre, desdeñando esta vida tan vil y fatigosa. Así el alma se escapa de su seno muy poco a poco, y de su forma honesta que era espejo gentil de cortesía; y si a Muerte Piedad no tiene el freno, ay, bien veo en qué estado se halla esta vana esperanza en que vivir solía. CLXXXV Esta ave Fénix de dorada pluma con tan bello collar lleva adornado sin artificio el cuello delicado que hace a mi corazón que se consuma; con su diadema natural abruma de luz al aire: el eslabón celado de Amor le saca un fuego tan sobrado que me hace arder entre la helada bruma. Con borde azul, de rosas adornada, roja prenda sus bellos hombros vela; belleza impar y novedoso velo. Se dice que la falda perfumada de los montes arábigos la cela -y no es verdad, que vuela en nuestro cielo. CLXXXVI Si Virgilio y Homero hubiesen visto el bello sol que con mis ojos veo, lo habrían ensalzado, según creo, de ambos estilos cada cual provisto: quedara Eneas triste y desprovisto de fama, como Ulises y Aquileo, y el que rigió al Imperio en su apogeo más de once lustros, y el que mató a Egisto. Aquella antigua flor de armas y honor tuvo un destino semejante al de esta nueva flor de belleza y compostura: Ennio de aquélla fue rudo cantor y de ésta yo; y ¡oh, nunca esté molesta porque mi ingenio alabe a su hermosura! CLXXXVII Cuando Alejandro vio la sepultura de Aquileo, exclamó: «¡Oh afortunado, que a quien ha enaltecido tu bravura con tan ilustre trompa has encontrado!» En cambio a esta paloma blanca y pura, cuya igual nunca el mundo ha contemplado, poca gloria mi estilo le procura: así una suerte y otra fija el hado. Pues digna de que Orfeo, el sabio Homero, y el pastor al que Mantua aún honora a ella tan sólo fuesen celebrando, deforme estrella y sino traicionero lo encargó al que su bello nombre adora, mas tal vez la rebaja de ella hablando. CLXXXVIII Oh Sol, la única fronda por mí amada, que amaste tú, en el valle nemoroso verdea sola, y desde que su hermoso mal nuestro miró Adán no es igualada. La miramos, mas es por ti ignorada mi súplica: que el monte tenebroso está, porque has huído presuroso, quitándome la luz por mí anhelada. La sombra que desciende del collado humilde en que mi fuego centellea, y en el que mi laurel fue una varita, creciendo mientras hablo, me ha privado del sitio en que mi vista se recrea y donde mi alma con su dama habita. CLXXXIX Llena mi nao de olvido, un mar capeo áspero, a medianoche y en invierno, entre Escila y Caribdis; y al gobierno a mi señor, que es mi enemigo, veo; en cada remo, un pensamiento reo que no muestra temor ante este infierno; la vela rompe un viento húmedo eterno de esperanzas, suspiros y deseo. Lluvia de llanto, niebla de desvío, moja las jarcias, que se están soltando, pues con dudas y error las he trenzado. Sus dos luces me oculta el faro mío; arte y razón están ya naufragando: pienso en el puerto, y voy desesperado. CXC Una cándida cierva vi en la hierba que sus dos cuernos de oro me mostraba: so un laurel, entre dos ríos estaba cuando el sol sale, en la estación acerba. Su vista era tan dulce y tan superba que en seguirla tan sólo me ocupaba, como el avaro que un tesoro cava y el gozo del cansancio le preserva. «Nadie me toque -su collar decía en letras de diamantes y topacios-: hacerme libre quiso el César mío.» Cuando llegaba el sol al mediodía, ya cansados mis ojos, mas no sacios, ella esfumóse, y yo caí en el río. CM Igual que es ver a Dios eterna vida, y nada más se puede estar queriendo, así el veros, señora, me está haciendo feliz la vida breve y desvalida. Nunca os vi una belleza tan cumplida, si la verdad mi vista está diciendo: hora beata es ésta, pues venciendo está a toda esperanza ya sentida. Y más no pediría si en el acto no huyese; y si verdades reputadas son que alguien del olor sólo subsista, y alguien de agua o de fuego, y vista y tacto aquietan cosas de dulzor privadas, ¿por qué no he de vivir de vuestra vista? CXCII Contemplemos, Amor, la esplendorosa gloria nuestra, prodigios de Natura: ve cómo en ella llueve la dulzura y la luz celestial muestra gloriosa, ve con cuánto arte dora, orna y endosa su airosa y nunca vista vestidura, cómo el paso y los ojos con blandura moviendo va por esta nava umbrosa. La hierba verde de pintadas flores que hay bajo aquella encina antigua y negra pide que el pie la pise, o ser rozada, y el cielo de lucientes resplandores se enciende en torno, y muestra que se alegra de que así lo serene su mirada. CXCIII De un alimento tan ilustre vivo que no le envidio a Jove su ambrosía, pues mirando se olvida el alma mía de otras dulzuras, y un Leteo libo. Cuando en el pecho lo que dice escribo, para llorar después, y Amor me guía a donde declarar yo no sabría, doble dulzura en una faz delibo: que esa voz que en el cielo es tan querida suena con un decir tan agraciado que no se puede creer si no es oída. Y así, en menos de un palmo se ha juntado lo mejor que Natura en esta vida, e ingenio y arte y Cielos, han creado. CXCIV La aura gentil, que al monte ya serena sembrando flores por el bosque umbroso, conozco por su soplo rumoroso, por el que voy ganando fama y pena. Por dar descanso al alma que se apena, huyo del toscano aire delicioso; y hoy, contra el pensamiento tenebroso, ver quiero al sol que de su luz me llena. En el que pruebo tanta y tal dulzura que hasta él Amor por fuerza me ha traído; luego, me ciega, y en huir no tardo. Alas me han de salvar, y no armadura; mas morir de esta luz mi sino ha sido, que lejos me consumo y cerca ardo. CXCV De día en día cambio rostro y pelo, mas muerdo el dulce anzuelo bien cebado, a las untadas ramas abrazado del árbol que no teme sol ni yelo. Seca estará la mar y oscuro el cielo antes que no esté ansioso y asustado de su sombra, y odiando enamorado la alta llaga amorosa que mal celo. Descansar de mi afán jamás espero hasta que me deshuese y me deshaga o piedad tenga la enemiga mía. Que antes espero ver lo no hacedero que ella o la muerte curen esta llaga que Amor con su mirada me hizo un día. CXCVI La aura serena que entre verde fronda viene a rozar mi rostro murmurando me trae a la memoria cómo y cuándo primero Amor me abrió una herida honda; y el bello rostro, aunque alguien me lo esconda, que celos o desdén está ocultando, y la enjoyada trenza está evocando, antaño suelta y más que el oro blonda: la cual ella esparcía dulcemente y recoger sabía de tal suerte que, al pensarlo, temblar siento a mi mente; luego, el tiempo le ató un nudo más fuerte y ciñó al pecho un lazo tan potente que no lo ha de soltar sino la muerte. CXCVII La aura celeste que ahora está oreando al laurel donde Amor a Apólo hería, que un dulce yugo puso al alma mía del que tarde demás me estoy librando, puede en mí lo que obró Medusa cuando al viejo moro en piedra convertía, pues soltarme del nudo no sabría que al oro, y aun al sol, está humillando: nombro al cabello rubio, y al rizado lazo que me ata tan graciosamente que armarme de humildad sólo procuro. A su sombra mi pecho siento helado, pues de blanco pavor tiñe mi frente; mas sus ojos me vuelven mármol duro. CXCVIII La aura suave al sol despliega y vibra el oro que el Amor mismo ha tejido, y con esos cabellos me ha ceñido un lazo del que mi alma no se libra. No hay médula en mis huesos, sangre en fibra, que no me hayan temblado cuando he ido junto a la que en su peso suspendido me tiene, y muerte y vida allí equilibra, viendo a la luz arder en que me enciendo, y el nudo que me tiene tan atado, flotando al lado izquierdo o al derecho. Yo no puedo decir lo que no entiendo: de tanta luz, mi juicio está ofuscado, y de tanta dulzura, estoy deshecho. CXCIX Bella mano que oprimes con ardor mi corazón, y así acabas mi vida; mano por cielo y tierra concebida con todo su arte para hacerse honor; de cinco perlas oriental color, duras y ásperas, ay, sólo en mi herida, dedos ahusados, muy poco os convida a que os mostréis, para obsequiarme, Amor. Oh cándido, gracioso amado guante que cubrió marfil puro y frescas rosas, ¿quién tan dulce despojo ha poseído? ¡Así tuviese el velo en este instante! Son inconscientes las humanas cosas, y esto es hurto, y será restituído. CC No sólo la desnuda bella mano que por mi mal el guante ya se ha puesto, sino la otra y los brazos, han dispuesto el lazo que ahoga al pecho humilde y llano. Mil tiende Amor, pero ninguno en vano, entre las formas de su cuerpo honesto, adorno del celeste y alto gesto que no logra entender ingenio humano: brillantes cejas y mirar pausado, y boca angelical llena de perlas y rosas, y de dulce melodía, por quien suelo temblar maravillado; y las guedejas áureas, que al verlas vencen al sol estivo a mediodía. CCI Amor me había hecho, y mi ventura, el don de un bello guante recamado, y a ser casi feliz había llegado, diciéndome: «¡De quién fuiste envoltura!» Y nunca sin temblar esa aventura, que me hizo rico y pobre, he recordado, pues el dolor y la ira me han llenado de amorosa vergüenza y de amargura: pues constante no supe allí mostrarme cuando la noble presa retenía de que un ángel quería despojarme; ni con alados pies huí aquel día, aunque tan sólo fuera por vengarme de la mano que causa mi agonía. CCII De un bello, claro, pulcro y vivo hielo viene la llama en la que estoy ardiendo: venas y corazón me está sorbiendo y me deshago aunque mi angustia celo. La Muerte alza su acero, y como cielo airado o cual león está rugiendo, a mi vida que huye persiguiendo, y yo, lleno de horror, callo y me duelo. Bien podría Piedad, a Amor unida, ser la doble columna protectora entre mi alma y las armas de la Muerte; mas no me invita a creerlo la acogida de mi dulce y tiránica señora; y no la culpo a ella, y sí a mi suerte. CCIII Ardiendo estoy aunque alguien no lo crea; así, todos lo creen menos aquella que más quisiera yo, puesto que es ella quien no parece creerlo aunque lo vea. Suma beldad en quien la fe escasea, ¿de mi incendio en mis ojos no veis huella? Yo iría, si no fuese por mi estrella, a pedir a Piedad mi panacea. Mi ardor, al que mostráis tanto desvío, y mis versos, a honraros dedicados, a mil estar podrían inflamando: y me imagino, dulce fuego mío, fría una lengua y dos ojos cerrados quedar, tras nuestras vidas, destellando. CCIV Alma que tantas cosas has pensado, leído, hablado, visto, escrito, oído; ojos ansiosos y único sentido que el santo hablar al pecho le has mostrado: ¡ojalá que al camino mal andado hubiérais antes o después venido por no haber un mirar tan encendido, ni las amadas huellas, contemplado! Mas con tan clara luz, y signos tales, no debemos errar en el camino que lleva a las esferas celestiales. Valor cansado, sigue ese destino, que, entre la niebla del desdén, señales te hacen sus pasos y el fulgor divino. CCV Dulce ira, desdén dulce y dulces paces, dulce mal, dulce afán, dulce gemido, dulce discurso dulcemente oído, que de aire dulce o dulces llamas haces. Alma, calla y tus penas no rechaces, templa el dulce amargor que te ha ofendido, que un dulce honor amando has conseguido a la que dije: Tú sola me places. Tal vez habrá quien suspirando diga, lleno de dulce envidia: Este ha sufrido, por bellísimo amor, mucho en su tiempo. Otros: ¿Por qué mis ojos, oh enemiga Fortuna, no la han visto, y no ha venido ella más tarde, o bien yo más a tiempo? CCVI Si lo he dicho, que me odie aquella hermosa sin cuyo amor de vida estoy privádo; si lo he dicho, que viva yo amargado bajo una señoría vergonzosa; si lo he dicho, me sea desastrosa toda estrella, y mi guía sean Miedo y Celosía y la enemiga mía se me muestra más bella y desdeñosa. Si lo he dicho, me hiera una amorosa flecha de oro, y un dardo, a ella, emplomado, si lo he dicho, me vea enemistado con cielo y tierra, y sea ella impiedosa; si lo he dicho, la que arde cautelosa y la muerte me envía siga como solía y no más dulce y pía se me quiera mostrar en acto y prosa. Si lo he dicho, lo que es más por mí odiado llene mi breve y enojosa vía; si lo he dicho, de ver sea privado sol o luna radiosa, dama o doncella airosa, mas tormenta espantosa vea, cual Faraón al ser ahogado. Si lo he dicho, por más que haya llorado, no encuentre compasión ni cortesía; si lo he dicho, el decir dulce que oía cuando yo a él me rendí, sea amargado; si lo he dicho, disguste a quien amado en celda tenebrosa, desde que la jugosa teta dejé a la fosa, habría: y tal vez lo haga despreciado. Si no lo he dicho, quien tan suave abría mi pecho a una esperanza jubilosa con mi cansada nave sea piadosa y quiera gobernar su travesía; y no sea otra, y haga lo que hacía cuando me vio entregado; de mí me he extraviado (perder más no me es dado). Quien tanta fe olvidase, mal haría. Yo no lo dije, ni decir podría por oro o fortaleza poderosa. Siga en su arzón Verdad y, victoriosa, haga caer en tierra a la Falsía. Amor, tú me conoces: si ella espía, di de mí lo acertado. Y bienaventurado mil veces sea llamado quien antes muere, si sufrir debía. Por Raquel he servido, y no por Lía; y no sabría al lado vivir de otra y, osado, tras la hora dolorosa con esta esposa al ígneo carro iría. CCVII Yo esperaba pasar mi tiempo ahora, igual que transcurrió el recién pasado, sin tener que tramar un nuevo invento: mas mira, Amor, adónde me has llevado -cuando no pido ayuda a mi señoraporque aprendiendo tu arte estaba atento. No sé si enfado siento, que a mi edad en ladrón me has convertido del mirar encendido por el que vivo aunque de pena muero. Mas debí hacer primero lo que necesidad a hacer comienza, que errar de joven es menor vergüenza. Los ojos suaves que me dan la vida con sus santas y altísimas bellezas me consolaban tan frecuentemente que viví como aquel que, sin riquezas, vive de ayuda externa y escondida, sin ser con ellos ni ella impertinente. Pero, aunque lo lamente, me vuelvo ahora injusto e importuno: que el pobrecillo ayuno hace lo que, de ser mejor su estado, a otro habría afeado. Si Envidia de Piedad la mano cierra, hambre de amor excuse al que así yerra. Que he buscado ya más de mil salidas por, sin ellos, probar si mortal cosa puede un día con vida mantenerme. Pero el alma, que allí sólo es dichosa, corre hacia esas miradas encendidas y, siendo cera, al fuego he de volverme; y así suele acaecerme que miro a donde no guardan lo que amo, y como a ave en el ramo, que donde menos teme es atrapada, así yo una mirada le robo a veces a su rostro bello; y a la vez ardo y me sustento de ello. De mi muerte me nutro, y vivo ardiendo: salamandra admirable y cebo extraño; mas no es milagro, si alguien hay que quiera. Feliz cordero en el fatal rebaño fui, y Amor y Fortuna estánme haciendo lo que suelen, al fin de mi carrera: así da primavera rosa y violetas, y el invierno nieve. Pero si al vivir breve de esta manera de alimento surto, y ella dice que es hurto, tan rica dama debe estar contenta, pues de vivir me da sin darse cuenta. ¿Quién de lo que yo vivo es ignorante desde que aquellos ojos he mirado que me hicieron cambiar vida y costumbre? Por más que en tierra y mar haya buscado, ¿quién conoce de todos el talante? Vive de olor la muda muchedumbre, y con fuego y con lumbre a mis ansias famélicas yo cebo. Amor -decirlo debo-, no conviene a un señor el ser tan parco. Tú tienes flechas y arco: mueve la mano, y no anhelando muera, que un morir bello honra la vida entera. Llama oculta arde más, y cuando aumenta nada puede ocultar su demasía: lo sé, Amor, pues lo pruebo entre tus manos. Lo viste tú cuando callado ardía; ahora mi propio llanto me impacienta, y a los que cerca están, y a los lejanos. ¡Oh pensamientos vanos! ¿Dónde me llevas tú, mala ventura? ¡Oh, de qué luz tan pura mi esperanza nació! ¡Qué lazo ha hecho para oprimir mi pecho la que me arrastra al cabo de mis años! La culpa es vuestra, y míos pena y daños. Así, por amar bien, sufro tormento y del pecado ajeno perdón pido; del mío: que evitar su luz debiera, y a cantos de sirena más oído no prestar; pero aún no me arrepiento de que mi pecho emponzoñado fuera. Aún aguardo que quiera su último golpe dar quien dio el primero. Y, si bien pienso, espero que un modo de piedad sea el matar presto, ya que no está dispuesto a tratarme mejor: que es muerte buena la que al que muere libra de su pena. Canción, mantendré el campo, porque es un deshonor morir huyendo; por eso me reprendo mis lamentos, ¡tan dulce es, ay, mi suerte: suspiros, llanto y muerte! Siervo de Amor, que lees mis poesías, no hay penas en el mundo cual las mías. CCVIII Rápido río que de alpestre vena royendo -y de ello el nombre te ha venidoconmigo bajas, por Natura urgido, a donde Amor me empuja y me encadena: ve delante, que el curso no te frena cansancio o sueño, y antes que hayas ido a dar al mar, verás el más florido prado verde, y el aura más serena. Nuestro dulce sol vivo allí estar suele haciendo florecer tu izquierdo lado: tal vez (¿qué espero?) mi tardar le duele. Besa su mano, o bien su pie nevado; dile, y el beso en las palabras vuele: «Si pronta el alma, el cuerpo está cansado.» CCIX Las dulces lomas donde me he dejado al partir, pues de allí no puedo irme, como van ante mí, me hacen sentirme bajo el peso que Amor me ha encomendado. De mí mismo me siento yo asombrado, que siempre avanzo y no sé desunirme del yugo que he querido sacudirme, y más me acerca estar más apartado. Y como el ciervo herido de saeta lleva en el flanco el hierro que lo ha roto, y el dolor, al huir raudo, le aprieta, así en el lado izquierdo un dardo noto que tanto me deleita cuanto inquieta, y, huyendo del dolor, mi fuerza agoto. CCX No desde el indio Idaspe al Ebro hispano, aunque se busque en cada acantilado, ni del Mar Rojo al litoral caspiano, más de una fénix nunca se ha encontrado. ¿Qué cuervo diestro o que corneja, a mano siniestra, anuncian, qué Parca hila, mi hado? Sorda es Piedad cual áspid africano donde verme feliz siempre he esperado. Hablar de ella no quiero: en quien la mira la dulzura y el fuego de amor crece, pues tanto tiene y tanto a otros inspira; y porque darme acíbar le apetece, no advierte -que a otro lado el rostro giraque antes de tiempo ya mi sien florece. CCXI Deseo acucia, Amor la vía muestra, Placer me arrastra, Usanza me transporta, Esperanza me halaga y me conforta y al laso corazón tiende la diestra: él la coge, y la ciega escolta nuestra, ay mísero, infielmente se comporta: muerta Razón, tan sólo Afecto importa, y un deseo tras otro se demuestra. Virtud, Honor, Belleza, hablar gentil, en las hermosas ramas son el unto suave con que enviscada y preso he sido. El mil trescientos veintisiete, en punto a la hora prima, el día seis de abril, entré en el laberinto, y no he salido. CCXII Feliz en sueños, de penar contento, de abrazar sombras e ir tras la aura estiva, en mar sin fondo o playa, aro agua viva, edificio en arena, escribo en viento; y al sol sigo mirando, aunque bien siento que ya ha apagado mi virtud visiva; y a una cierva errabunda y fugitiva cazo con un buey cojo, enfermo y lento. Noche y día buscando voy mi daño, que para el resto estoy ciego y cansado; sólo a Amor, a ella y a la Muerte anhelo. Afanándome veinte, año tras año, lágrimas y suspiros he mercado: en tal astro piqué cebo y anzuelo. CCXIII Gracias que el cielo a muy pocos destina: rara virtud, que no es de humana gente, bajo el rubio cabello, cana mente, y en la humildad, alta beldad divina; seducción singular y peregrina, y el cantar que en el ánima se siente; celeste andar y bello ánimo ardiente, que al rigor rompe y al orgullo inclina; y ojos que al corazón de piedra tornan, que de alumbrar la noche son capaces y a unos dan vida y a otros han matado. Y el dulce hablar que altos conceptos ornan, con los suspiros suaves y fugaces: por estos magos fui yo transformado. CCXIV Ya estaba el alma tres días en parte en que seguir empresas singulares, y no las que otros creen dignas de premio, cuando dudosa aún de su carrera, sola, pensando, jovencita y libre, en primavera entró en un bello bosque. Una flor tierna había en aquel bosque en el día antes, y arraigada en parte a donde ir no podía un alma libre: que vi lazos de formas singulares, y tal gozo impulsaba a mi carrera que perder libertad tuve por premio. Caro, dulce, alto y fatigoso premio, ¡qué veloz me llevaste al verde bosque que desvía a mitad de la carrera! En el mundo busqué, de parte a parte, versos, gemas o hierbas singulares con que fuese otra vez mi mente libre. Mas, ay, ya veo que la carne libre se verá de ese nudo que es su premio antes que medicinas singulares cierren las llagas que me abrió aquel bosque espinoso; y así llevo tal parte que cojeo a mitad de mi carrera. Entre lazos y estacas, mi carrera muy dura es, cuando ligera y libre planta preciso, y sana en toda parte. Mas tú, Señor, cuya piedad ya es premio, dame tu mano diestra en este bosque: tu sol venza a mis nieblas singulares. Ve mi estado y mis ansias singulares, que, tras interrumpirme la carrera, me han hecho morador de oscuro bosque; vuélveme, si ser puede, suelta y libre a mi errante consorte; y a Ti el premio, si contigo la encuentro en mejor parte. He aquí en parte mis dudas singulares: si gano un premio o pierdo la carrera, o el alma es libre, o presa está en el bosque. CCXV En noble sangre, vida humilde y quieta, y en alta mente un cordial ardor; fruto senil en una joven flor, y ánima alegre en actitud discreta, en esta mujer junta su planeta, y el rey de las estrellas; y el honor, la digna loa, el gran precio, el valor, capaces de agobiar a un gran poeta Con Castidad, en ella, está Amor junto; con beldad natural, la cortesía, y un gesto que habla aunque silencio observa; y un no sé qué en los ojos, que en un punto hace clara a la noche, oscuro al día, dulce al ajenjo y a la miel acerba. CCXVI Lloro de día; y por la noche, cuando reposan los mortales afligidos, lloro y veo mis males acrecidos: así empleo mi tiempo sollozando. Con triste humor mis ojos voy gastando, con pena el alma; y soy de los nacidos el último; y de Amor dardos buídos sin cesar de la paz me están privando. ¡Triste de mí! De sol a sol me hallo, y de una sombra a otra, consumiendo lo más de este morir que llaman vida. Más que mi mal, lamento ajeno fallo: que la viva Piedad, que me está viendo arder, no me socorre conmovida. CCXVII Antes quise, en rimada cantinela, y con justa querella, hacerme oír y hacer un fuego de piedad sentir al corazón que bajo el sol se hiela, y que la nube que lo enfría y vela deshiciese -aire ardiente- mi decir; o hacer a los demás odio sentir por quien me acaba, pues sus ojos cela. No odio por ella, ni por mí piedad busco: que ni lo quiero ni podría (tal fue mi estrella, y tal mi dura suerte); mas canto su divina y cruel beldad para que, cuando el cuerpo deje un día, sepa el mundo qué dulce fue mi muerte. CCXVIII Cuando entre las corteses damas bellas aparece la hermosa sin segundo, hace de las demás en un segundo lo mismo que hace el sol con las estrellas. Amor dice a mi oído sus querellas, diciendo: «Mientras ella esté en el mundo, sus virtudes lo harán bello y jocundo; luego, mi reino morirá con ellas. Como si, al cielo, luna y sol, Natura, viento al aire, a la tierra hierba y fronda, al hombre la palabra y la cordura, les quitase, y al mar escama y onda; la tierra así estará, sola y oscura cuando al morir sus ojos nos esconda.» CCXIX El valle, con sus nuevos cantos bellos, llenan, al clarear, los pajarillos, y lleno de murmullos y de brillos va el arroyo, tan ágil como ellos. La de albas luces y áureos destellos, la de amores sinceros y sencillos, peina, al son de amorosos caramillos, a su viejo los níveos cabellos. Así despierto a saludar la aurora, y al sol que trae, y a aquel por el que he sido cegado en años mozos como ahora. Y, cuando los dos juntos han salido, visto he que a las estrellas, a esa hora, aquél, y este otro a él, ha oscurecidos. CCXX ¿Dónde halló Amor el oro, y en qué vena, de esas dos trenzas rubias? ¿y en qué espinas cogió las rosas, y esas matutinas escarchas, que de sangre y vida llena? ¿dónde las perlas en que forma y frena las honestas palabras peregrinas? ¿en dónde esas bellezas tan divinas de su frente que el cielo más serena? ¿De qué ángeles procede, de qué esfera el celestial cantar que me está hundiendo tanto que a poco más seré deshecho? ¿De qué cielo esa luz tan altanera de los ojos que, paz y guerra siendo, con hielo y fuego afligen a mi pecho? CCXXI ¿Cuál destino, cuál fuerza o cuál engaño me vuelve al campo, estando desarmado, del que salgo vencido? (Y, si salvado, asombro sentiré; si muerto, el daño.) Daño no, mas provecho, porque entraño en el pecho el fulgor que lo ha ofuscado y lo derrite: en él vivo inflamado y ardiendo estoy en el vigésimo año. Son sus ojos, de lejos al mostrarse, nuncios de Muerte y, cuando se aproxima y su mirada a mí quiere tornarse, con tal dulzura Amor hiere y anima, que no puede decirse ni pensarse, pues la verdad escapa a ingenio y rima. CCXXII -Damas que solas vais y acompañadas, conversando con pena y alegría, ¿dónde está la que es vida y muerte mía? ¿por qué camináis de ella separadas? -Recordando a aquel sol, regocijadas vamos, y tristes sin su compañía, que nos quitan Envidia y Celosa, que al bien ajeno miran contrariadas. -¿Quién freno a los amantes poner pudo? -Nadie al alma, al cuerpo Ira y Aspereza: como a veces nosotras, siente enojos. Mas en la faz se lee el alma a menudo: y así vimos nublarse a su belleza y al rocío cubrir sus bellos ojos. CCXXIII Cuando el carro del sol baña el mar, siento al aura nuestra, y a mi mente, bruna, y, bajo las estrellas y la luna, una triste y cruel noche presiento. Después, a la que no me escucha cuento, ¡ay, triste!, mis fatigas, una a una, y con Amor y mi ciega fortuna, y el mundo y mi señora, me lamento. Se aleja el sueño y reposar me niega; hasta el alba mi pecho se lamenta y lágrimas el alma al rostro envía. La aurora aclara al aura cuando llega, mas sólo el sol que me arde y me contenta es capaz de endulzar la pena mía. CCXXIV Si, en pecho fiel, amor que no es fingido, cortés deseo en un alma vencida; si en gentil fuego honesta ansia encendida, que un ciego laberinto ha recorrido; si un pensar que en la faz es advertido, o en voz cortada apenas entendida, por miedo o por vergüenza interrumpida; si un violaceo palor de amor teñido; si otro bien, y no el propio, siempre amado; si un llanto que sin tregua urge y abruma, paciendo ira, dolor y desengaño; si arder lejos, y cerca estar helado son razón de que amando me consuma, sea vuestro el pecado, y mío el daño. CCXXV Doce damas honestamente holgando, doce estrellas y un sol mejor diría, vi en una barca en leda compañía; y que otra igual se viera estoy dudando. No en nave tal debió ir Jasón buscando la lana que con gusto vestiría cualquiera, ni el pastor que arruinaría a Troya -y de los dos se sigue hablando. Las vi después en un carro triunfal, y a mi Laurea, con gestos desdeñosos sentarse aparte, y cantar dulcemente. No cosa humana, ni visión mortal. ¡Automedonte y Tifis venturosos, que condujísteis tan donosa gente! CCXXVI Gorrión tan solitario no se halla, cual yo, en tejado, o fiera en espesura, pues no ve mi mirada -y no procura distinto sol- la faz que la avasalla. Mi gozo es este llanto que no calla, dolor la risa, el pan mío amargura, la noche afán, la clara esfera oscura, y el lecho duro campo de batalla. El sueño es en verdad, como se dice, pariente de la muerte, pues de vida priva al pecho al calmar su desvarío. Solo país benéfico y felice, campo umbroso y ribera florecida, vos poseéis, y yo lloro, el bien mío. CCXXVII Aura que el pelo rubio y ondulado mueves y asedias, y él te mueve a coro suavemente, y esparces el dulce oro que en crespos nudos dejas luego atado, con los ojos te estás que me han picado con avispas de amor, y yo aquí lloro y vacilando busco mi tesoro como animal huído y asustado: pues creo hallarlo o veo claramente que estoy lejos, y caigo en tierra o sigo, y entre anhelo y verdad mi alma se siente. Aire feliz, esté siempre contigo el vivo rayo; y tú, clara corriente, ¿por qué seguir tu curso no consigo? CCXXVIII Amor, con la derecha, me abrió el lado izquierdo, y un laurel de tal verdor plantó en mi corazón, que su color toda esmeralda habría derrotado. Reja de pluma, el suspirar cuitado, y el llover de los ojos dulce humor, lo adornaron, y al cielo va su olor, lo que otras frondas no sé si han logrado. Fama, Honor, y Virtud y Cortesía, estilo celestial, casta hermosura, son las raíces de la noble planta. Tal la llevo en mi pecho noche y día, carga feliz; y, con plegaria pura, rezo y la adoro como a cosa santa. CCXXIX Canté, ahora lloro, y no menor dulzura me da el llanto que el canto ya me ha dado, que a la causa, al efecto no, han volado mis sentimientos, que aman tanta altura. Por eso, la dureza y la blandura, el acto fiero, humilde o mesurado, soporto igual, del peso no agobiado; ni a su desdén despunta mi armadura. Usen en mí su habitual manera Amor, mi dama, el mundo y mi fortuna, que nunca pienso ser sino feliz. Un más gentil estado, viva o muera, no hay que el mío debajo de la luna: tan dulce es de su acíbar la raíz. CCXXX Lloré, ahora canto, pues su santa lumbre el sol vivo a mis ojos ya no cela, en la que honesto amor claro revela su dulce fuerza y celestial costumbre; suele hacer aquel sol que un río alumbre de lágrimas, y acorta así la tela de mi vida, pues no hay puente ni vela que me salve, ni pluma que me encumbre. Era tan hondo, y de tan ancha vena, mi llanto, y tan lejana era la riba que a ella llegaba con la mente apena. No lauro o palma, mas serena oliva Piedad me manda, y ya al tiempo serena y el llanto enjuga, y quiere que yo viva. CCXXXI Con mi suerte vivía yo contento, sin triste llanto y sin envidia alguna, que si otro amante tiene más fortuna, mil placeres no valen un tormento. Los ojos por quien nunca me arrepiento de mis penas, y no renuncio a una, tal niebla cubre, tan pesada y bruna, que casi apaga al sol que es mi sustento. Piadosa y fiera tú, madre Natura, ¿quién de antojos contrarios te ha dotado, y de fuerza que arruina a la hermosura? Oh sumo Padre, ¿cómo has tolerado, si eres de todo fuente viva y pura, que alguien nos prive de tu don amado? CCXXXII Si Alejandro venció y se vio vencido de ira, fue en parte menos que Filipo: que Apeles y Pirgótile y Lisipo le retrataran poco le ha valido. De ira tan grande fue Tideo herido que, muriendo, roía a Menalipo; la ira que cegó a Sila un anticipo fue de que al fin sería destruído. Sabe Valentiniano que a tal pena lleva la ira -y quien de ira muere: Ayax con otros y consigo fuerte-. Ira es breve furor: si no se frena es furor largo, y a quien mucho hiere a menudo avergüenza o le da muerte. CCXXXIII ¡Qué venturoso he sido cuando uno del par de ojos más fúlgido y más puro al verlo de dolor turbio y oscuro, a uno mío ha tornado enfermo y bruno! Pues cuando de mirar rompí el ayuno a la única que ver siempre procuro, Amor me fue, y el Cielo, menos duro, si es que a esta gracia las demás reúno: que desde el ojo, o desde el sol derecho, a mi diestro pasó la dama mía el mal que amo y que daño no me ha hecho; y, aunque ni juicio ni alas poseía, pasó como una estrella y fue derecho, pues Natura y Piedad fueron su guía. CCXXXIV Oh cuartito que otrora fuiste puerto para mis graves tempestades diurnas, fuente eres hoy de lágrimas nocturnas, llanto que por pudor llevo encubierto. Oh camita que afán y desconcierto sosegaste, ¡de qué dolientes urnas te baña Amor, y qué penas diuturnas la eburnea mano me provoca a tuerto! No sólo del retiro y del reposo huyo, sino de mí y mi pensamiento, que a veces me remonta si lo sigo', y entre el vulgo, que me es hostil y odioso, (¿quién lo pensara?) refugiarme intento: tal miedo siento cuando estoy conmigo. CCXXXV Me lleva, ay triste, Amor donde no quiero y sé que llego a donde no debiera, por lo cual, a quien dentro de mí impera mis importunidades reitero. Nunca de escollos alejó el barquero a una nave en la que un tesoro fuera cuanto a mi barca yo, flaca y ligera, de los embates de su orgullo fiero. Mas por llorosa lluvia y fuertes vientos de infinitos suspiros es movida, pues reinan en mi mar noche e invierno: y a ella tedio, y a sí angustia y tormentos lleva sólo, a las olas sometida, desarmada de velas y gobierno. CCXXXVI Yo yerro, Amor, y el yerro mío siento y obro como quien tiene ardiendo el seno, pues crece mi dolor, y me enajeno, y a mi razón venciendo está el tormento. Solía frenar mi ardiente sentimiento por no turbar un rostro tan sereno: ya no puedo, que me has quitado el freno y arde mi alma en su propio desaliento. Mas si, contra mi estilo se violenta, tu espuela es quien la enciende y quien la guía al mal camino en que salvarse intenta, y más aún la virtud y cortesía de mi señora: haz tú que se dé cuenta y se perdone por la culpa mía. CCXXXVII No hay del mar tantos seres en las ondas, ni más allá del cerco de la luna tantas estrellas vio ninguna noche, ni tantas aves viven en los bosques ni tantas hierbas crecen en el campo, cuantos son mis cuidados cada tarde. Siempre esperando estoy la última tarde que a mi cuerpo separe de las ondas y me deje dormir en cualquier campo: que nadie tanto afán bajo la luna ha sufrido -y lo saben bien los bosques que voy buscando solo día y noche. Yo no tuve jamás tranquila noche, mas suspirando fui mañana y tarde, desde que Amor me avecindó en los bosques. Y, antes que pare, no tendrá el mar ondas, al sol su luz le prestará la luna y en abril no habrá flores en el campo. Consumiéndome voy de campo en campo: pienso de día y lloro por la noche y más quietud no tengo que la luna. Luego, cuando oscurece y es ya tarde, suspiro y de mis ojos salen ondas que bastaran. a ahogar hierbas y bosques. Hostil es la ciudad, fieles los bosques, al pensamiento que por este campo voy desahogando, entre murmullos de ondas, por el dulce silencio de la noche: tanto, que siempre espero que, a la tarde, se vaya el sol y dé paso a la luna. ¡Ah, si, como el amante de la luna, dormir pudiera yo en las verdes bosques, y ésta, que antes de tiempo trae la tarde, con aquélla y Amor viniese al campo y sola se quedase aquí una noche, y se quedase el sol entre las ondas! Verás, sobre las ondas, con la luna, canción hecha de noche en estos bosques, un campo en flor mañana por la tarde. CCXXXVIII Reales dotes, angélico intelecto, alma clara, mirar pronto y certero, providencia veloz, y juicio austero y digno de aquel pecho sin defecto: de damas entre un número selecto, en un día solemne y placentero, de entre tan bellos rostros, el sincero juicio escogió en seguida el más perfecto. A las de más edad o más riqueza con la mano ordenó quedarse a un lado y hacia sí atrajo a la sin par belleza. Frente y ojos, gentil y mesurado, besó, y todas loaron su fineza: y yo envidié aquel acto inusitado. CCXXXIX Hacia la aurora, cuando suele la aura primaveral acariciar las flores mientras los pajarillos cantan versos, siento ir los pensamientos de mi alma hacia quien los posee por la fuerza, y otra vez tengo que entonar mis notas. ¡Ojalá suspirar pudiese en notas tan suaves que endulzaran tanto a Laura que le hiciesen justicia aunque me fuerza! Pero antes echará el invierno flores que amor florezca en esa gentil alma que nunca ponderó rimas ni versos. ¡Cuántas lágrimas, ay, y cuántos versos en mi vida esparcí! ¡Con cuántas notas mil veces intenté doblegar su alma! Mas ella cual montaña es ante la aura dulce, que mueve frondas y a las flores, mas nada puede ante tamaña fuerza. A hombres y dioses ya venció a la fuerza Amor, como se lee en prosas y versos: y lo he probado yo al brotar las flores. Ahora, ni el señor mío ni sus notas, ni los ruegos ni el llanto, hacen que Laura prive de vida o sufrimiento a mi alma. Para la última lid, oh mísera alma, acampa todo ingenio y toda fuerza mientras sintamos de la vida la aura, que no hay nada que no puedan los versos: áspides encantar saben sus notas, y al hielo embellecer con raras flores. Ríen ahora en el campo hierba y flores: no es posible que aquella angélica alma no escuche el son de las amantes notas. Si nuestro sino cruel tiene más fuerza, llorando y entonando nuestros versos, con el buey cojo cazaremos la aura. En redes cayó la aura, en hielo flores, con versos tiento a sorda y rígida alma, que no fuerza de Amor estima, o notas. CCXL Yo le he rogado a Amor, y aún le ruego, que me excuse ante vos, mi dulce pena, y mi amargo placer, si con fe plena fuera del buen camino me repliego. Yo no puedo negar, y no lo niego, que a la razón, que al alma noble frena, derrote Amor: atado a su cadena, a donde no deseo a veces llego. Vos, con tan clara mente virtuosa, que tan alta virtud del cielo asume cuanta jamás llovió benigna estrella, debéis decir, no altiva, mas piadosa: «¿Qué puede éste? Mi rostro le consume: ¿por qué es tan vehemente, y yo tan bella?» CCXLI El gran señor ante el que no aprovecha esconderse ni huir, ni encastillarse, de placer a mi mente hizo incendiarse con una ardiente y amorosa flecha; y aunque es mortal, y vino a mí derecha, queriendo la victoria asegurarse, con una de piedad decidió armarse, con que me punza y el asedio estrecha. Una llaga arde, y vierte fuego y llama, la otra llora, en mis ojos, porque siente el dolor del estado en el que os veo: ni en una chispa, por la doble fuente, se atenúa el incendio que me inflama, pues la piedad aumenta mi deseo. CCXLII -Mira aquel monte, corazón aciago, do dejamos ayer a la que un día nos mostró compasión, más hoy querría arrancarnos de lágrimas un lago. Vuelve allí, que de estar solo me pago, e' intenta comprobar si todavía para el duelo creciente hay mejoría, oh de mi mal partícipe y presago. -Que a ti mismo te olvidas oigo y veo y crees al corazón en tu costado, lleno de pensamientos miserables. Al alejarte del mayor deseo, tú te fuiste, pero él allí ha quedado, escondido en sus ojos adorables. CCXLIII Alcor verde, florido y sombreado donde ora va pensando, ora cantando, y fe de que hay querubes está dando, la que a todas sus famas ha humillado: mi corazón por ella me ha dejado (y hace bien, y mejor no retornando) y en la hierba sus huellas va buscando, por donde mis dos ojos la han mojado. A ella se acerca en busca de consuelo y «Ah, si te acompañara sólo un rato», dice, «aquel cuya vida cansa el duelo». Ella se ríe, y no nos da igual trato: sin corazón, soy piedra; y tú eres cielo, oh lugar sacro, dulce alcor beato. CCXLIV Sufro lo malo, y lo peor me aterra, hacia lo cual tan fácil es la vía que he entrado en parecida frenesía y contigo mi mente sufre y yerra; a Dios no sé si pido paz o guerra, que el daño es grave y la vergüenza impía. Mas ¿para qué penar? Lo que se avía en el cielo, sufrámoslo en la tierra. Y aunque yo no soy digno de que tanto me honres, que Amor te engaña, y es frecuente que a un ojo sano prive del buen tino, que levantes el alma al reino santo es mi consejo, y que urjas a tu mente: que el tiempo es corto, y es largo el camino. CCXLV Dos frescas rosas, que al nacer el día uno de mayo, un viejo y sabio amante cogió en el paraíso, don galante, entre otros dos menores dividía con tan dulce sonrisa y cortesía que a un bruto enamorara en ese instante, y un amoroso rayo deslumbrante al rostro de los dos cambiar hacía. «¡No ve el sol dos amantes –exclamabacomo éstos!», y reía suspirando; y dio a ambos un abrazo afectuoso. Así rosas y frases dispensaba, y alegre el corazón está, y temblando: ¡oh feliz elocuencia, oh día dichoso! CCXLVI La aura que el verde lauro y la áurea y fina melena mueve suave y flébilmente, hace, con su gracioso continente, que el alma sea del cuerpo peregrina. Cándida rosa, no sin dura espina, ¿quién hallará quien igualarla intente? ¡Gloria de nuestra edad! Jove viviente, ¡mi fin antes que el suyo determina! Así el público daño no vería ni al ciego mundo de su sol privado, ni a mis ojos, pues él sólo es luz mía, ni al corazón, que ignora otro cuidado, ni a mi oído, que no otra melodía escucha, sin su honesto verbo amado. CCXLVII Alguien creerá que cuando alabo a aquella que adoro en tierra soy exagerado, pues en belleza, gracia y juicio honrado digo que sobre toda otra descuella. Yo creo lo contrario, y temo que ella mi estilo encuentre bajo y apocado, que es digna de un decir más elevado: venga a verla quien no la cree tan bella. Sé que dirá: «El bien al que éste aspira capaz es de agotar a Mantua, Arpino, Esmirna, Atenas, y una y otra lira.» Lengua mortal a su estado divino llegar no puede: Amor la impulsa, y tira; y no por elección, más por destino. CCXLVIII Quien quiera ver cuánto pueden Natura y el Cielo aquí, venga a ver a mi amada, que ella es un sol, no sólo a mi mirada, sino al mundo, que virtud no procura; y venga pronto, que la muerte apura al bueno, y con el malo es descuidada: la que es entre los dioses esperada, cosa bella y mortal, pasa y no dura. Verá, si llega a tiempo, cortesía, toda belleza y toda real costumbre unidas por armónica argamasa: que es muda, pensará, mi poesía porque a mi ingenio ofusca tanta lumbre; mas siempre ha de llorar si se retrasa. CCXLIX ¡Qué temor cuando el día vuelve a mi mente en que con ella, seria y cavilosa, dejé mi corazón! -y en otra cosa pensar no gusto tan frecuentemente. Vuelvo a verla quedarse humildemente entre las bellas damas, como rosa con florecillas, no leda o llorosa, como quien teme, y otro mal no siente. Había abandonado su alegría, vistosas prendas, perlas y ornamentos, y risa y canto, y dulce hablar humano. Dudando yo dejé a la vida mía: tristes presagios, negros pensamientos me acometen, y quiera Dios que en vano. CCL Solía, lejana, en sueños consolarme con su visión angélica, mi amada; y hoy está mi alma triste y espantada y de pena y temor no sé guardarme: pues creo, al ver su rostro, percatarme de una piedad con el dolor mezclada, y oír que me aconseja desolada que de esperanza y gozo me desarme. «¿No recuerdas», me dice, «la postrera tarde en que en tus dos ojos llanto había, y no pude a tu lado detenerme? Decírtelo no pude, ni quería; y hoy lo digo cual cosa verdadera: en este mundo ya no podrás verme.» CCLI ¡Oh visión miserable y espantosa! ¿Debo pensar que es cierto que no alienta la que era luz por la que vi contenta a mi vida, ya triste o jubilosa? ¿Puede ser que el rumor de tan gran cosa por otros nuncios, y ella, yo no sienta? Naturaleza, y Dios, no lo consienta, y mi triste opinión sea mentirosa. A mí me alivia el esperar ahora la visión dulce de la faz amada que me mantiene, y nuestro siglo honora. Si por subir a la eternal morada ha dejado el albergue en el que mora, yo ruego que se acorte mi jornada. CCLII Dudoso de mi estado, lloro y canto, temo y espero, y suspirando rimas me tranquilizo: Amor todas sus limas usa en mi corazón, que sufre tanto. ¿Ocurrirá que el bello rostro santo a estos ojos le dé sus luces primas (ver mi estado me impiden, ay, mis grimas) o los condene a sempiterno llanto; y que, por irse a la celeste esfera, no piense en el que triste está en la tierra, de quien es sol, y ver más luz no espera? Con tal pavor y en tan perpetua guerra vivo, que ya no soy el que antes era, como el que en vía incierta teme y yerra. CCLIII Dulce mirar, prudente voz, ¿a verte y oírte llegaré quizás un día? Cabellos rubios con que amor hacía el lazo que me oprime y me da muerte; bella faz que me dio mi dura suerte para que siempre llore y nunca ría: ¡oculto engaño, y del amor falsía, darme un placer que sólo es dolor fuerte! Y si de los hermosos ojos suaves que albergan cuanto pienso, y a mi vida, me llega acaso una dulzura honesta, luego, por ver a mi merced perdida y alejarme, caballos forja y naves Fortuna, que a mi mal siempre es tan presta. CCLIV Por más que escucho, no hay nuevas de aquella dulce amada, que me es tan enemiga; y no sé qué me piense o qué me diga, y esperanza y temor siento por ella. Alguna ya sufrió por ser tan bella, y ésta es más bella y del pudor amiga: tal vez tanta virtud de Dios consiga dejar el mundo y ser del cielo estrella; más bien un sol; y, si es así, mi vida, mi poca paz, mi afán y desengaños llegarán a su fin. Oh cruel partida, ¿por qué me alejas tanto de mis daños? Ya está mi breve historia concluída a mitad de la cuenta de mis años. CCLV La noche desear, odiar la aurora suelen, si son felices, los amantes; la noche dobla en mí las agobiantes penas, y es la mañana mejor hora: que el otro sol y el sol que mi alma adora abrir suelen entonces dos Levantes de belleza y de luz tan semejantes que el cielo de la tierra aún se enamora, cual le ocurrió con la recién brotada fronda del árbol que en mi pecho arraiga y que más que mi vida es por mí amada. Y es justo que quien trae quietud me atraiga -que así me tratan noche y alboraday tema y odie a quien afán me traiga. CCLVI De aquella bien quisiera yo vengarme que mirando y hablando me destruye y, al alejarse, mi pasión rehuye, tras sus crueles ojos ocultarme. Así la fuerza empieza ya a faltarme, que por ella en mi pecho disminuye, pues sobre él ruge cual león: y huye el sueño que debía consolarme. El alma, que del cuerpo desenlaza la Muerte, va a buscar a esa altanera, a pesar de que siempre la rechaza. Y me sorprenderá sobremanera que, mientras habla, suspira y la abraza, no interrumpa su sueño, si se entera. CCLVII Estaba yo mirando fijamente el rostro del que estoy enamorado cuando Amor, cual diciendo «¿qué has pensado? », tendió la mano que es mi amor siguiente. Como pez en la red quedó mi mente donde por bien obrar había llegado, y a lo real no volvió el juicio ocupado, o como en liga pájaro inocente. La vista, que perdió el primer aspecto, como soñando hacia él se dirigía, porque sin él su bien era imperfecto: el alma, entre una y otra gloria mía, yo no sé qué celeste y raro afecto y qué extraña dulzura en sí sentía. CCLVIII De sus ojos tan viva luz venía hacia mí dulcemente fulgurando, y de un corazón cuerdo, suspirando, de alta elocuencia tal caudal fluía, que pienso que el recuerdo de aquel día me llega a consumir, rememorando cómo el brío me estaba allí faltando porque variaba su costumbre impía. Mi alma, de afán y pena alimentada (¡tal poder tiene una prescrita usanza!), contra el doble placer, llegó a enfermarse, que al sabor de merced tan desusada, temblando de pavor o de esperanza, estuvo entre marcharse o no marcharse. CCLIX Siempre he buscado solitaria vida (bien lo saben los bosques y los prados) por huir de los sordos descarriados que han perdido del cielo la subida; y si mi voluntad fuese cumplida, si no en mis patrios aires añorados, me vería del Sorga en los collados: que éste al llanto y al canto me convida. Mas mi fortuna, a mí siempre enemiga, me hace volver al sitio en que me indigno viendo entre el fango a mi tesoro bello. De mi mano que escribe ha sido amiga esta vez, y quizá no sea indigno: Amor, mi amada y yo sabemos de ello. CCLX Dos ojos en tal astro he contemplado tan llenos de pudor y de dulzura, en los cuales a Amor vi refugiado, que a otra luz la desprecio por oscura. De poseer tan única hermosura ninguna edad ni tierra se ha alabado: no la que con su gracia y su figura afán a Grecia, y muerte a Troya, ha dado; no la bella romana que con hierro abrió su desdeñoso pecho honesto; no Polixena, Isífile o Argía. Esta excelencia es gloria, si no yerro, de Natura; mas llega tarde, y presto se ha de marchar, la suma dicha mía. CCLXI Toda mujer que aspire a honrosa fama de cordura, valor y cortesía, los ojos mire a la enemiga mía, a la que el mundo mi señora llama. Cómo se adquiere honor, cómo a Dios se ama, cómo se unen recato y ufanía allí se aprende, y la derecha vía del cielo, que la espera y la reclama. Allí el habla que excede a todo estilo, el buen callar y las caras costumbres que no explican ingenio ni escritura; la belleza en que siempre me encandilo, no se aprenden: que aquellas dulces lumbres no adquiere el arte, sino la ventura. CCLXII -Primero amar la vida, y después de ella la honestidad de una mujer hermosa. -Madre mía, al revés vuelve la glosa, que sin honestidad no hay cosa bella; pues quien deja que su honra sufra mella no es mujer viva; y si la ves hermosa igual que antes, su vida vergonzosa es más que muerte, y ya no es nunca aquélla. De Lucrecia jamás me ha sorprendido sino que precisase el férreo tajo para morir, y no bastase el duelo-. Vengan cuantos filósofos han sido: sus opiniones quedarán por bajo de ésta, que sobre todas alza el vuelo. CCLXIII Árbol triunfal, oh planta victoriosa de poetas honor, y emperadores, que has llenado de gozos y dolores a mi vida mortal y trabajosa; verdadera mujer, que no otra cosa desea ni cosecha sino honores, ni de amor teme lazos tentadores, ni engaños su conciencia virtuosa. Gentileza de sangre, y la preciada riqueza de rubíes, perlas y oro, desprecias por igual, cual carga vana. Tu belleza en el mundo no igualada te hastía, salvo al ver que a tu tesoro de castidad adorna y engalana.

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